Habana ¡cómo me dueles!

Derrumbe en La Habana (Foto Silvia Corbelle)
Derrumbe en La Habana (Foto Silvia Corbelle)
Yoani Sánchez

16 de noviembre 2014 - 06:55

Ser habanero no es haber nacido en un territorio, es llevar ese territorio a cuestas, no poder desprenderse de él. La primera vez que caí en la cuenta de que pertenecía a esta ciudad, tenía siete años. Estaba en un pueblito de Villa Clara, tratando de alcanzar unas guayabas en una rama, cuando un montón de chiquillos de aquel lugar nos rodearon a mi hermana y a mi. “¡Son de La Habana! ¡Son de La Habana!” chillaban. En ese momento no entendíamos tanto alboroto, pero con el tiempo nos dimos cuenta que nos había tocado un triste privilegio. El haber nacido en esta urbe venida a menos, en esta ciudad cuyo mayor atractivo es lo que pudo ser, no lo que es.

Soy totalmente urbana, citadina. Me crié en una zona del barrio de Cayo Hueso donde los árboles más cercanos quedaban a más de quinientos metros. Me siento hija del asfalto, del olor a queroseno, de las tendederas que gotean desde los balcones y las tuberías albañales que se desbordan de tanto en tanto. Esta nunca ha sido una ciudad fácil. Ni siquiera en las postales para turistas, con sus colores retocados, se puede ver una Habana cómoda y comprensible.

A veces ya no quiero caminarla, porque me duele. Voy subiendo por Belascoaín, a mis espaldas me queda el mar con esa brisa que conozco tan bien. Llego a la esquina con la calle Reina. Hay una Iglesia estilo gótico, que cuando niña tenía la impresión que se perdía entre las nubes. Allí vi por primera vez un árbol de Navidad cuando tenía diecisiete años. Avanzo por los portales, dando un salto aquí y otro salto allá. Hilillos de agua corren de algunas escaleras y una señora intenta venderme unas cremitas de leche que tienen el mismo color de la calle.

La Habana es una ciudad de gritos y de susurros. El que se queda con su algarabía, nunca podrá escuchar sus cuchicheos

Ya veo el semáforo de Galiano, pero el paso se hace más lento porque hay mucha gente. Un policía dobla la esquina y algunos se esconde detrás de las puertas o entran a las tiendas como si fueran a comprar algo. Cuando el guardia se haya ido, volverán a ofrecer sus mercancías en un murmullo. Porque La Habana es una ciudad de gritos y de susurros. El que se queda con su algarabía, nunca podrá escuchar sus cuchicheos. Lo más importante siempre se dice con una seña, un gesto o un simple estirón de los labios que te advierte, “cuidado”, “ahí viene”, “sígueme”. Un lenguaje desarrollado en décadas de clandestinaje e ilegalidad.

La calle Neptuno está cerca. He escuchado a una pareja de ancianos decir frente a una fachada “¿Eh, aquí no era donde estaba…?” pero no he alcanzado a oír el final de la frase. Mejor así, porque La Habana es una secuencia de nostalgias, de recuerdos. Cuando uno la camina, es como si transitara por el sendero de las pérdidas. Donde se derrumba un edificio se mantienen los escombros por días, por semanas. Después hacen un parqueo en el hueco que ha quedado, o colocan un quiosco metálico para vender jabones, chucherías y ron. Mucho ron, porque esta es una ciudad que ahoga sus penas en alcohol.

esta es una ciudad que ahoga sus penas en alcohol

Llego hasta el malecón. En menos de media hora he recorrido el trozo de ciudad que en mi infancia me parecía que contenía toda la urbe. Porque fui una “guajira de Centro Habana”, de esas que piensan que después de la calle Infanta comienzan “las zonas verdes”. Con el tiempo comprendí que esta capital es demasiado grande para conocerla. También supe que la misma sensación de dolor la tienen quienes nacieron en Diez de Octubre, el Cerro, el Vedado o Marianao. Da igual, La Habana muestra sus heridas en cualquier barrio.

Toco el muro que nos separa del mar. Es áspero y cálido. ¿Dónde estarán aquellos chiquillos que en mi niñez –y en un pueblo diminuto– me miraban con asombro porque era habanera? ¿Querrán cargar con este fardo? ¿Habrán terminado también en esta urbe, viviendo entre sus basureros y sus luces? ¿Les duele a ellos tanto como a mi? Estoy segura que sí, porque La Habana no es sólo esa ubicación escrita en nuestro documento de identidad. Esta ciudad es una cruz que se lleva a todas partes, un territorio que una vez que los has vivido ya no te abandona.

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