El pantanoso terreno de la riqueza
Hace casi un cuarto de siglo el oficialismo lanzó una batalla contra los ingresos ilícitos que terminó con la detención de decenas de delincuentes pero también de prósperos emprendedores. Bastaba tener la fachada de la casa recién pintada, llevar ropa nueva o portar una cadena de oro para ser denunciado en medio de la temida Operación Maceta.
El humor popular acuñó un chiste en el que se describía el arresto de un “nuevo rico” en el año 2030, por la infracción de tener tres latas de leche condensada y dos escobas. Con bromas de ese tipo se señalaba el punto más flaco de la razia contra los acomodados. ¿A partir de qué punto se puede considerar que alguien es un acaudalado o un acaparador?
El relativismo que rodea tales definiciones ha vuelto a quedar de manifiesto durante la última sesión extraordinaria del Parlamento en la que se respaldó la prohibición de acumular propiedades y riquezas. Aún falta que semejante limitación quede expresada en la ley y se establezca un claro límite a la posesión de bienes materiales.
Los diputados de la Asamblea Nacional podrían verse abocados a definir el monto de dinero que los ahorristas tendrán permitido guardar en sus cuentas bancarias, qué cantidad de ropa podrán colgar en sus armarios, el número de pares de zapatos que usarán y hasta el volumen de champú que utilizan cuando se lavan la cabeza…
Los adalides de tales prohibiciones son, en la mayoría de los casos, personas que ni siquiera tienen que meter la mano en el bolsillo para comprar comida
Parece absurda tal enumeración, pero limitar la riqueza pasa por precisar en qué consiste la cantidad admitida y dónde comienza lo prohibida. Sin esas precisiones –la mayoría de las veces ridículas y eludibles– todo queda en el terreno de la subjetividad, a merced del capricho de quienes aplican el castigo.
Para agregar humedad a ese pantano legal, los adalides de tales prohibiciones son, en la mayoría de los casos, personas que ni siquiera tienen que meter la mano en el bolsillo para comprar comida. Viven de privilegios, suministros gratuitos y prebendas que los separan de la cotidianidad y de las estrecheces de la mayoría de los cubanos.
Ellos, que han acumulado todas las riquezas, temen que alguien, que no ha asaltado un cuartel, empuñado un arma o gritado consignas, se mude a pocos metros de sus mansiones, administre un hotel más competitivo que los gestionados por las Fuerzas Armadas y logre –la peor de sus pesadillas– tener la autonomía económica para comenzar una carrera política.