Una silla vacía
Hoy voy a celebrar la noche buena con mi familia y mis amigos. Armaremos una improvisada mesa con las viejas puertas del ascensor y sobre ella una sábana hará las veces de mantel. Cada uno traerá algo para festejar. No tendremos las uvas, la sidra o el turrón, pero estaremos juntos y en armonía -lo cual es ya un lujazo-. Los niños tendrán su refresco garantizado, mientras que un roncito con limón o miel será el néctar para los adultos. Mi mamá contará lo complicado que fue comprar los tomates en la mañana y mi sobrina me recordará que el martes 25 actuará como angelito en la misa de su Parroquia.
A la cabeza de la mesa mantendremos una silla que permanece sin su ocupante desde la Navidad del 2003. Es el lugar de Adolfo Fernández Saínz –condenado en la Primavera Negra a quince años de prisión-. Será triste comprobar, por quinta vez, su ausencia. Si se lo permiten los carceleros, podremos escuchar su voz en el teléfono dándonos ánimo (¡Qué ironías tiene la vida! Él, que está en la cárcel, tiene fuerzas aún para infundir aliento).
Recuerdo el día en que le contamos a mi hijo que él estaba preso. Mi marido le dijo: “Teo, tu tío Adolfo está en la cárcel porque es un hombre muy valiente”, a lo que mi hijo respondió con su lógica infantil: “Entonces ustedes siguen libres porque son un poco cobardes”. ¡Qué manera más directa, de decir las verdades, tienen los niños! Sí, Teo, tienes razón: en esta Navidad calentamos aún nuestras sillas porque somos “cobardes”, deseamos en la intimidad de la familia un nuevo año de libertad, pues no logramos hacer de esos deseos una realidad. Nos conformamos con el mito de la fatalidad nacional, porque nos hemos dado por vencidos en el acto de cambiar las cosas.
La vacía silla de Adolfo será el territorio más libre de nuestra improvisada mesa navideña.