Una visita más simbólica que política

El presidente de EE UU, Barack Obama, habla con su homólogo cubano, Raúl Castro. (Casa Blanca)
El presidente de EE UU, Barack Obama, habla con su homólogo cubano, Raúl Castro. (Casa Blanca)
Yoani Sánchez

18 de febrero 2016 - 18:21

La última vez que un presidente de Estados Unidos visitó Cuba no se había inaugurado el capitolio de La Habana, moría el estelar lanzador de béisbol El Diamante Negro y mi abuela era una niña de pelo alborotado y mirada penetrante. No queda nadie que recuerde ese momento para contarlo en primera persona, de manera que la llegada de Barack Obama a la Isla será una situación inédita para todos los cubanos.

¿Cómo reaccionará la población? Con alegría y alivio. Aunque poco puede hacer el presidente de otro país por cambiar una nación donde los ciudadanos hemos permitido una dictadura, su visita tendrá un fuerte impacto simbólico. Nadie niega que el inquilino de la Casa Blanca resulta más simpático y popular entre los cubanos que el anciano y poco carismático general que heredó el poder por vía sanguínea.

Cuando el avión presidencial toque suelo en la Isla, el discurso de barricada que tan hábilmente ha levantado el Gobierno cubano durante más de medio siglo sufrirá un golpe irreversible. No es lo mismo ver a Raúl Castro y a Barack Obama darse la mano en Panamá, que ese encuentro en el territorio que hasta hace poco estaba lleno de vallas contra "el imperio" y burlas oficiales al Tío Sam.

El mandatario estadounidense no podrá cambiar Cuba y es mejor que ni lo intente, porque este entuerto nacional es nuestra responsabilidad

La prensa del Partido Comunista tendrá que hacer malabarismos para explicarnos el recibimiento oficial al comandante en jefe de las fuerzas armadas del "país enemigo". Los militantes más recalcitrantes se sentirán traicionados y quedará en evidencia que, detrás una supuesta ideología, solo hay la determinación de aferrarse al poder con las estrategias típicas de los camaleones políticos.

En la calle, la gente vivirá con entusiasmo ese acontecimiento inesperado. Para la población negra y mestiza, el mensaje es claro y directo en un país donde una gerontocracia blanca controla el poder. Quienes tengan una camiseta o un cartel con el rostro de Obama lo lucirán por esos días, aprovechando la permisividad oficial. Fidel Castro morirá un poco más en su custodiado refugio habanero.

La cerveza Presidente se agotará en las cafeterías, donde se escuchará en voz alta la frase de "dame dos Obamas más", y no es de dudar que esa semana los registros civiles inscriban a varios recién nacidos como Obamita de la Caridad Pérez o Yurislandi Obama. Pepito, el niño de nuestros chistes populares, estrenará un par de bromas para la ocasión y los vendedores de baratijas sacarán productos con el perfil del abogado y las cinco letras de su nombre.

No obstante, algo queda claro, más allá de la hojarasca del entusiasmo, el mandatario estadounidense no podrá cambiar Cuba y es mejor que ni lo intente, porque este entuerto nacional es nuestra responsabilidad. Sin embargo, su viaje tiene un golpe de efecto duradero y debe aprovechar la oportunidad para enviar un mensaje alto y claro frente a los micrófonos.

Sus palabras deben dirigirse a esos jóvenes que ahora mismo arman la balsa de la desesperación en sus cabezas. A ellos hay que hacerles saber que la miseria material y moral que los rodea no es responsabilidad de la Casa Blanca. La mejor manera en que Barack Obama puede trascender para la historia de Cuba es dejando claro que los culpables del drama que vivimos están en la Plaza de la Revolución de La Habana.

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