Sean Penn, vocero de capos y generales
Dicen que hablaron durante siete horas, compartiendo tazas de té y copas de vino. De un lado estaba el actor estadounidense Sean Penn, crítico acérrimo del sistema bajo el que vive, y del otro, Raúl Castro, recién nombrado como presidente de un país donde unos poco impusieron el rumbo político hace casi seis décadas.
El destacado artista venía de un Hollywood que le asqueaba y de una nación donde cualquiera puede gritarle al gobernante de turno hasta del mal que se va a morir. El general, casi octogenario en ese momento, había visto y aprobado la caída de muchos intelectuales por solo mirar de reojo al poder.
Raúl Castro debió evaluar con suspicacia y astucia a este progresista de fortuna y rabietas. Incapaz de leer en voz alta un texto sin cometer innumerables errores, propio de la gente de pocos libros y muchas órdenes, el ex ministro de las Fuerzas Armadas en Cuba sabe que detrás de todo artista se esconde un crítico del totalitarismo, al que hay que neutralizar y acallar, o al menos intentar comprar.
Aquella cita en La Habana de 2008, pactada a través del presidente venezolano Hugo Chávez, tenía sólo un objetivo: engatusar al irreverente Penn para que repitiera las "bondades" del sistema bajo el que vivimos once millones de cubanos. Por eso, la conversación fue toda una danza de conquista, sin exabruptos, ni pistolas puestas sobre la mesa. El protagonista de Mystic River no debía sospechar nada, ni tener miedo.
Es probable que el encuentro transcurriera entre miradas cómplices, palabras pausadas, frases al estilo de "nunca me gustó la idea de dar entrevistas" dichas por el menor de los hermanos Castro. El improvisado reportero tenía que sentir que estaba accediendo al alma oculta de un curtido guerrillero, cuando en realidad estaba cayendo en las redes de un hábil totalitario. La trampa surtió su efecto.
Penn no solo salió de ahí asegurando que "de hecho el 'raulismo' va en aumento junto a un reciente auge económico industrial y agrícola", sino que además le dejó pasar a su entrevistado -sin cuestionarlo- que los informes sobre las violaciones de derechos humanos en Cuba que se publican en medios estadounidenses "son muy exagerados e hipócritas". Un periodista no hubiera perdido una oportunidad así para hundir el filo de una pregunta hasta el fondo y tratar de llegar a la verdad.
Un periodista no hubiera perdido una oportunidad así para hundir el filo de una pregunta hasta el fondo y tratar de llegar a la verdad
Sin embargo, Sean Penn ni se inmutó. Su razón de estar allí no era cuestionar las palabras del General -al estilo de un incómodo reportero- sino usar a Cuba como punta de lanza de su batalla personal contra el Gobierno estadounidense. Nosotros no éramos más que números ante sus ojos, cifras que debían explicar por qué el "modelo" cubano era superior al que emana de la Casa Blanca.
A manera de migaja, Penn reconoce a posteriori que si él "fuera un ciudadano cubano" y tuviera que hacer una entrevista como esa, podría "ser encarcelado". Pero lo dice como quien reza el Padrenuestro antes de robarle al prójimo; clama por la transparencia y luego se coloca una capucha; brama por la libertad y le da la mano a un dictador. Lo dice de una manera que no convence.
Años después, Penn volvería a repetir el mismo modus operandi. Entrevistaría en un lugar perdido de Sinaloa al prófugo de la justicia mexicana y sangriento capo, Joaquín Guzmán Loera, el Chapo. El progresista de caviar y aviones privados caería otra vez rendido a los pies del poder, se convertiría en el ventrílocuo de la historia contada por otro insigne culpable que quería limpiar su imagen.
En esta ocasión, también la escena se desarrolló como un danza de apareamiento, donde quien tuvo todo el tiempo el control manejó a la ingenua presa que creía dictar la pauta del encuentro. El Chapo volvió a engatusar al ganador de dos premios Óscar, como una vez le hiciera Raúl Castro en La Habana.
El actor-periodista cayó rendido ante su entrevistado, bromeó con él, le dió la mano. En su conversación, es el otro el que lleva el ritmo y dicta los temas. La idea del sanguinario delincuente es mostrarse como un producto de una sociedad corrompida, alguien que ha sido moldeado por las causas externas y ha hecho de la violencia un acto de rebeldía.
Sin embargo, más allá de las adversidades y del contexto, hubo un momento en que tanto Raúl Castro como el Chapo Guzmán pudieron cuestionarse el daño que estaban haciendo, la estela de infelicidad y dolor que dejaban tras de sí. El mayor fracaso del condescendiente reportero fue no hurgar en por qué no había arrepentimiento en ninguno de los dos, sino la fría tozudez de los caudillos.
Penn volvió a perder la oportunidad del periodista y se convirtió así en un triste vocero de capos y generales.