Las palabras de la tribu
Mientras leía Nuestra terminología, de Reinaldo Escobar, me acordé de dos clásicos: La lengua del Tercer Reich, de Víctor Klemperer, y 1984, de George Orwell. El primero despliega un minucioso análisis filológico que revela hasta qué punto el idioma alemán fue pervertido por los nazis. El Ministerio de Propaganda dirigido por Goebbels acuñaba lemas y eufemismos mientras prohibía algunas palabras y falsificaba otras. Vocablos como "derrota", "retirada" o "huida" desaparecieron para ser sustituidos por "liberarse luchando". En ese ministerio inventaron el verbo "arianizar" para borrar a los judíos del mapa, tanto del semántico como del real.
En la novela de Orwell encontramos la noción de "neolengua" en un contexto distópico de inspiración obviamente estalinista. Para crear al hombre nuevo, había que destruir la lengua tradicional y, en su lugar, instaurar una jerga mutilada, mermada, subordinada al discurso oficial. Por ejemplo, existía la palabra "libre", pero sólo se podía usar en frases como "este perro está libre de piojos" o "este prado está libre de malas hierbas" mientras que estaba prohibido decir "este hombre es libre", pues al no existir libertad política ni intelectual, no hacía falta ninguna palabra que la expresara.
Un idioma restringido, sin matizaciones ni ambigüedades, sin sinónimos ni antónimos, sin polisemia, es el sueño de todo gran dictador. El lenguaje reprimido y el léxico envilecido conducen a la mendacidad, es decir, a un desierto conceptual o cementerio de ideas. El pensamiento único -instilado desde la infancia- es el recurso más eficaz contra el espíritu crítico y la libertad individual. Es "la rotación infernal de los signos", como decía José Ángel Valente.
El ateísmo comunista elimina la dimensión espiritual, rebosante de palabras mágicas, sin las cuales se empobrece el habla de cualquier nación. Con la erradicación de la propiedad privada, los marxistas también exterminan una palpitante diversidad de señales y todo un sistema lingüístico. En mi barrio las bodegas se despoetizaron cuando dejaron de llamarse La Flor Asturiana, La Moneda de Oro o El Castillito de Arena para convertirse en "Unidades" con números, como si fueran unidades militares. Los carteles públicos del tejido comercial habanero se esfumaron junto con nombres tan graciosos como la cuchillería Sin rival, la peletería El Gallo, La Casa de los Tres Quilos, La Gatica de Angora... Al suprimir esa vibración semiótica, el paisaje urbano se afeó y una gris monotonía se instaló por doquier con su inevitable impacto en nuestro lenguaje cotidiano. La economía de mercado, la proliferación de negocios privados, produce una vasta riqueza verbal en consonancia con la pluralidad democrática mientras que la planificación centralizada, al aniquilar toda esa variedad, solamente engendra pobreza lingüística.
Los dos Totalitarismos del siglo XX coincidieron, entre otras cosas, en la necesidad de domesticar y marchitar los idiomas allí donde se implantaron. Hacia 1962 empezaron en Cuba los trastornos idiomáticos. Las lecherías fueron rebautizadas como "puntos de leche", la "competencia" se convirtió en "emulación"; las "creches", en "círculos infantiles". Los "jóvenes rebeldes" se volvieron "jóvenes comunistas", a los dirigentes les llamaban "cuadros" y sus reuniones eran "círculos de estudios". Algunos planes agropecuarios se denominaban "triángulo arrocero", "triángulo lácteo". Puntos, círculos, cuadros, triángulos... toda esa geometría revelaba el afán de cuadricular la vida haciéndola más rígida. De buenas a primeras, en vez de "clientes", se decía "usuarios". Las empresas se trocaron en "Consolidados", el kindergarten se transformó en "preescolar"; los bancos, en "agencias bancarias"; los "rusos", en "soviéticos"; y los desafectos, en "gusanos". Ya nadie decía "señor" o "señora", ambas fórmulas de cortesía fueron tachadas de "rezagos burgueses" y, en su lugar, se impusieron los igualitarios "compañero" y "compañera", no sólo en el habla común, sino también en documentos oficiales y hasta en la correspondencia privada.
Mucho antes los radicales en Francia habían suprimido el "monsieur" y el "madame" del mismo modo que cambiaron los nombres de los meses. Luego los bolcheviques intentaron modificar los días de la semana para aumentar la productividad y abolir las festividades religiosas. Ni cortos ni perezosos, nuestros jacobinos apellidaron los años con fervor voluntarista: "Año de los Diez Millones", "Año del Guerrillero Heroico", "Año del Esfuerzo Decisivo", "Año de la Revolución Energética"... y encima nos abismaron en una vorágine de acrónimos: INRA, ANAP, MININT, MICONS.... Por último, los "Dos Minutos de Odio" orwellianos se metamorfosearon en "actos de repudio", como el que sufrió en carne propia el autor de "Nuestra terminología".
Los utopistas de todas las raleas padecen una superstición lingüística: creen que cambiando las palabras van a cambiar la realidad. Es como intentar que los pájaros no canten en griego. Ninguna manipulación ideológica de la lengua es duradera. Todas fracasan. Así que, cuando las aguas vuelvan a su cauce, regresará el ángel para dar un sentido más puro a las palabras de la tribu.
Publicado en http://manuelpereiraazogue.blogspot.mx/