El síndrome del estadio vacío
La Habana/Final de la novena entrada y un out en la pizarra. El equipo visitador gana por una carrera y el juego parece sentenciado, pues el lanzador de hoy no ha permitido hacer mucho a los locales. Sin embargo, en el último minuto ha regalado un boleto a primera base y un error en la defensa provocó que otro bateador también entrara en circulación.
Los parciales se animan. Algo de la magia del béisbol está en la posibilidad de revertir el marcador en menos de un segundo. "Esto no se acaba hasta que se acabe", suelen decir los comentaristas, y ahora veremos por qué es cierto: con dos corredores en base viene el turno de un bateador joven, inexperto comparado con el pitcher contrario. Este último se confía y le lanza una recta al medio. Se siente un golpe seco y la pelota desaparece de la pantalla. Se eleva, se aleja, se aleja más, sale del terreno y va a dar contra el graderío... desierto.
¡Jonrón! No existe final más espectacular para un juego de pelota. Ha ocurrido un evento raro: el equipo local acaba de ganar cuando todo parecía perdido. Pero el estadio no se estremece; apenas se sienten los gritos de escasos cientos, quizá unos pocos miles de asistentes que se diluyen en la inmensidad del Latinoamericano, la mayor instalación de su tipo en el país con capacidad para 55 mil espectadores.
Hoy jugaba allí Industriales, el equipo insigne de lo que constituye deporte nacional en Cuba. El home club del Latino es el conjunto más ganador de la llamada "pelota revolucionaria", el que tiene quizá más historia de jugadores que emigraron, el más querido, el más odiado. Todo un símbolo que continúa siéndolo porque, al mirar esta tarde más allá de la cerca, se veía un estadio vacío.
No hay nada más sincero que el silencio en el campo de juego. Nada más cómplice del desencanto o la desilusión. Nadie quiere ir a ver la pelota; no se sabe si porque la calidad del juego ha mermado, porque a las gradas les falta un enorme pedazo de techo, o porque escasea el entusiasmo hasta para animar a los que están en el terreno –que tampoco se sabe si estarán allí la próxima temporada, cuando se engrose la lista de peloteros cubanos en ligas extranjeras–.
Cuando se dan esos jonrones espectaculares que deciden un juego, los camarógrafos no pueden evitar las tomas donde no se ve un alma. La pelota pica contra el hormigón sin que el guante de un niño intente detenerla, sin que los fanáticos se emocionen y muestren luego el trofeo que se llevarán a casa. Esas escenas no son de nuestra pelota. Aquí lo que más abunda son, como si se tratara de un síndrome, los estadios vacíos.