Guerra cultural
Los enemigos pueden convivir y convertir en campo de batalla su propia residencia
Miami/La mayoría de las guerras del pasado se caracterizaron por la voracidad territorial de sus protagonistas. Sin embargo, en la última Gran Guerra, la Alemania nazi, la Unión Soviética y el Imperio del Sol Naciente pretendieron encubrir su codicia con propuestas ideológicas, como si ese pretexto amparara sus acciones criminales.
Esos conflictos han sido muy costosos para la humanidad, razón por la cual la historia juzga con severidad a sus gestores, lo que tal vez ha motivado a quienes, en el presente, gustan revolver la aldea global y encubrir sus ambiciones de control con propuestas supuestamente novedosas.
No nos engañemos, la batalla cultural, como la llamó el difunto Fidel Castro —aun después de muerto sigue siendo un incordio—, es un factor de desestabilización tan cruento como la deflagración de un misil. Sin dudas, Castro leyó a Antonio Gramsci, quien al parecer confiaba más en la guerra cultural que en la hoy desplazada lucha de clases.
Cierto es que no hay muertos en las calles ni construcciones destruidas, pero los espacios existenciales de los cuales gustamos y las prerrogativas ciudadanas a las que tenemos derecho, pueden sernos arrebatados si no asumimos que hay grupos sociales que quieren imponer sus valores en detrimento de los que defendemos.
Las pugnas en la sociedad, sin importar los tiempos, no son nuevas, pero el intento de aniquilación de los judíos por parte de Adolfo Hitler, en un magno ejercicio de ingeniera social, el desplazamiento forzoso del totalitarismo cubano contra sus opositores en la década de 1960 y 1970, así como la legislación de Irán que autoriza colgar a los homosexuales pasivos, sumado a la intención de ese país de destruir al Estado de Israel junto al crecimiento mundial del antisemitismo, me hacen temer que la batalla cultural se está popularizando mucho más que en el pasado
En este diferendo puede que las bajas físicas por su número no sean relevantes, pero la remoción de los fundamentos en los cuales se sostienen nuestros valores nos obliga al enfrentamiento y disposición a defender nuestras creencias, con tanto o más rigor como si lucháramos por nuestras vidas.
Nuestras costumbres, hábitos, creencias y convicciones pueden ser modificados por activistas y profesionales
Lo más notable de este trance es que los enemigos pueden convivir y convertir en campo de batalla su propia residencia. Nuestras costumbres, hábitos, creencias y convicciones pueden ser modificados por activistas y profesionales en el manejo social, entre los cuales sobran sujetos que tienen una visión de intolerancia contra las tradiciones muy similar a la de los acusados de intransigencia que buscan sustituir.
Los marxistas y sus compañeros de viaje, principales promotores de la guerra cultural, se cuentan entre los más firmes aliados de una mal llamada progresía que busca cambiar las normas y valores de nuestra sociedad, usando masivamente, entre otros medios, la industria cinematográfica y del espectáculo, además de las redes sociales, para difundir sus opiniones y catequizar a sus oidores.
Los marxistas o la izquierda caníbal, sempiternos enemigos de lo que denominamos civilización cristiana u occidental, obtuvieron grandes ventajas en las sociedades libres porque estas confieren a todos sus integrantes iguales derechos. Además, contaron con la complicidad e indolencia de algunos de sus dirigentes, que en su afán de escalar y aparentar ser progresistas y desconociendo el objetivo final, apadrinaron a quienes estaban dispuestos a sepultarlos.
De nuevo la historia se repite. Leí hace más de medio siglo una biografía de Alejandro Magno que apuntaba que no había sobrevivido a sus conquistas territoriales, porque fue asimilado por la civilización que había sometido, así que no sería nuevo que los que vencieron el nazismo y el marxismo, sean conquistados por la doble moral de los derrotados.
Es difícil comprender a quienes son capaces de negociar con los valores que integran su existencia, por tal de seguir representando lo que por su propia gestión está en decadencia. Sigue válido el refrán de que “de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno”.
Son tiempos duros. Hay que asumir responsabilidades. Algunos califican de intransigentes a quienes están dispuestos a creer en sus valores y, si eso es serlo, bienvenida la intransigencia.