El mexicano Sergio Martínez lucha contra las injusticias desde la poesía
La Habana/Para el poeta y periodista mexicano Sergio Martínez (Guanajuato, 1971), la poesía "no es solo aquel objeto decorativo de frases rimbombantes que hablan de una realidad parcial solo entendida por su autor, sino la gran voz universal, que se solidariza con la comunidad de la que surge en su caída a los abismos de la violencia y la muerte".
Con un lenguaje claro pero cargado de sutilezas, Despertar en Casa (2017), publicado por Ediciones Oblicuas (Barcelona), invita al lector a acercarse a la decadencia política y social de su país desde la dureza de los sentimientos y la desesperanza.
El escritor expone en sus poemas la incapacidad del Estado mexicano para luchar contra el narcotráfico y proteger a la población de la violencia que hace estragos en el país. "Dicten a este peculiar malhechor/ la condena de leer al tacto, en relieve/ los libros empacados y eternos por siempre", clama el autor cuando denuncia el poco valor que se da a la cultura en su país.
Un aura de pesimismo recorre parte de los poemas de Despertar en casa, tal vez por lo difícil que resulta escribir poesía en un país que casi ha perdido la esperanza de que sus problemas más acuciantes se vean resueltos. Aún así, Martínez pretende despertar en la conciencia de los lectores el deseo de lucha contra todas las injusticias que tienen su seno en las estructuras del poder, ya sean legales o ilegales.
En un país donde la cultura y el periodismo sufren amenazas desde esos espacios del poder, y que no deberían tomarse a la ligera, Sergio Martínez ha publicado sus trabajos poéticos en medios locales de Guanajuato y Veracruz, así como en la revista uruguaya Literatosis. Trabajó como editor en Zona Franca, medio digital de la ciudad de León, en el estado de Guanajuato.
Aquí van cinco poemas incluidos en Despertar en casa que ilustran la voluntad del autor de recurrir a la poesía como herramienta para abordar los problemas sociales y denunciar las injusticias en su país.
1
Afirmaron que mi libro de historia
contenía el registro exacto
de nuestros días, meses y años.
Sostuvieron
que la riqueza del pasado
sería la feliz bonanza del futuro,
y que la sangre
de los corderos alabados
era la tinta
de los pactos sociales.
Garantizaron que las llaves del reino
bajo resguardo estaban
y que en su momento
—no desesperes hijo—
nos serían entregadas.
Juraron que el museo de las proezas
nunca sería allanado
por una triste turba
de ignorantes cuentacuentos.
Hoy sé que vamos en oleadas rumbo al olvido
sobre una vastísima alfombra
de leyes calcinadas.
Y no respondo al agravio
con las debidas lágrimas;
ni siquiera reclamo, un poco,
la ruina del saqueo.
Yo sigo mudo, sin remedio,
en este turbado
país moribundo.
2
A ese, que sufre de fatiga por leer a Balzac.
A ese que al oír de Tolstói
grita sin saber «Guerra y Paz».
A ese que descubre Los Amorosos
y el resto de la semana
se dice encantado
de las hojas y los insectos.
A ese que solo sabe del peculado
las cuatro, cinco palabras,
de los encabezados.
A ese, que usa los libros de tapiz multicolor
sobre los estantes del olvido;
a ese que finge una letanía de grave erudito
tras leer —moda ligera— El Código Da Vinci;
a ese que ni las novelas solapeadas,
ni las cortedades del twitter,
lo empujan a romper su dieta
de telenovelas y afiches;
a ese, el candidato cordial
que promete mundos nuevos
y no conoce uno solo
de los grandes mundos
de Víctor Hugo.
A ese..., ¡castíguenlo!
Cuelguen en su flácido pecho
el más deshonroso letrero;
hagan que en su mente rueden
las tinieblas de un escabroso seno.
Hállenlo en las pobres escuelas
donde la ciencia es un eco
de repetidas lecciones sin cebo,
y en el vecino sonriente
que sin pena se ufana
de ser un hueco.
Persíganlo, en los despachos del Municipio,
en los salones de la Bolsa,
en los más caros negocios,
en el prestigioso bufete
de una marca poderosa.
Y, atrapado, átenlo de rodillas y manos
en el húmedo pupitre;
¡ciéguenlo a la luz directa del sol!;
y dicten a este peculiar malhechor
la condena de leer al tacto, en relieve,
los libros empacados y eternos
por siempre.
A ese..., ¡castíguenlo!
3
Hundido en el asco
a los infectos cadáveres,
los arrojados fríamente
por el fuego de su cañón,
el sicario halla el reposo
al pie
de un árbol fecundo.
Ha dejado tras de sí
sus huellas de sangre
que lo persiguen siempre
y que solo para él
son visibles.
Duerme,
y su conciencia de piedra
—pequeña lápida anónima—
ingresa
a un hondo letargo.
El asesino sueña
que un joven cordero
atado a un poste se queja,
y que una niña, con un claro vestido,
al pobre animal se acerca
blandiendo un largo cuchillo.
La infante entierra febril la hoja
en la carne lanuda;
acaba
con los necios balidos.
En su rostro, salpicado en sangre,
se refleja el éxtasis
de una misión cumplida.
El sicario deja salir
un escabroso suspiro; salta
del inquietante espejismo.
¡Era su hija, que lo miraba, dándole el cuchillo!
4
A qué tu triste cuerpo inmóvil, lacerado,
sobre la extensa plancha
del degolladero.
A qué tu estrujado suspiro,
ese garabato de sangre
que cuelga de tus labios.
A qué tu rostro, hundido,
como el enfangado sol
de una tarde enjuiciada.
Tu asombrosa cabellera, revuelta en espinas;
tus muslos marcados, tu miseria restregada.
Tu estoica humildad abatida, inútil.
Mira, la muerte al fin te alcanzó
y no preguntó tus virtudes;
no quiso estimar
tus actos de incienso.
No le importaron tus sobadas
horas de arrepentimiento.
Desveló cruel tus omisiones, la hipocresía,
la cebada apatía, e impuso
a tu mínima semblanza
el juicio claro de lo inmortal.
En linderos marginados
arrojó tu carne ultrajada.
Sí, delineada se conserva
tu cadera partida; rosado,
tu busto molido; limpio,
tu pubis violentado.
Tus finas manos empuñadas
aún guardan la vieja semilla
de la conciencia que en otra edad
me unió a mis hermanos.
Pero yaces, tan desfigurada, pavorosa,
que vacilo en reconocer tu anhelado cuerpo,
y en el estupor, equivoco tu sentido nombre.
¿Eres tú, patria, la patria mía?
5
Encerrados en un cajón mullido, los infelices muertos,
en sus ruinas hechas esponja,
cuentan los disparates de su historia
y chupan, complacidos,
su índice descarnado.
De sus cuencas, ojos de tiniebla,
se derrama la noche de sus años,
y en restos de piltrafa
se deslizan hacia la puerta
de una celda sin plazos.
¡Ay, Alberto!
¿Acaso muerdes la orilla
con los dientes que arruinaste
en el hueso de tus víctimas?
¿Te aferras con esas manos carcomidas
que a traiciones dedicadas
nunca podrían detener
el hundimiento de tu alma?
Dime, ¿cuál es tu treta
para que, al año, una misa y una anécdota
devuelvan limpia tu efigie
desde un mar de llanto y lodo?
Declara pronto tu secreto...
En la noche desolada, no atrevo el sueño:
figuro que mi alma evade el regreso, y que despierto,
olvidado, hundido, en la sepultura.
Oh, Alberto.