Miami, Playa Mestiza
Miami/Los catastrofistas han lanzado sobre Miami su industria del desprecio. Pronto al llegar a Miami de Cuba y de otros países latinoamericanos, se han dedicado a la queja y el desencanto. La acusan de incolora. Darían risa –muchas veces la dan– si no fuera porque algunos tienen una corte de adictos, la mayoría con el mismo padecimiento: la necesidad de disfrazarse de chicos malos, sin pensarlo mucho y con poca gratitud a la ciudad que los acoge.
Ni Miami ni otras ciudades jóvenes –pueblos al empezar el siglo XX–, de fuerte economía, de inverosímil y diverso crecimiento, son incoloras. Si acaso mulatas, por la etimología que toma al mulo porque es híbrido. Mestizas, con lo que resalta su colorido vigoroso, la mezcla no siempre armónica que Fernando Ortiz bautizó con el calificativo exacto: “sincrética”; porque “sincretismo” significa “unión mal hecha”. Lo que no implica “mala unión” o “unión desvaída, desteñida”...
La mixtura es de una riqueza que envidian otras ciudades de los Estados Unidos, menos New York y Chicago, Los Ángeles y tal vez San Francisco. Casi a la par de ellas, y en algunas expresiones culturales por encima de la mayoría –por supuesto que la Gran Manzana preside el panorama mundial–, Miami también sitúa sus ofertas sobre Bogotá o Caracas, La Habana de hoy, cualquier capital centroamericana y desde luego que las ciudades de la costa oeste de América del Sur. Habría que pensar en Río de Janeiro o Sao Paolo, Buenos Aires... Aunque casi siempre el poder adquisitivo de nosotros, los miamenses, deje atrás a tales núcleos poblacionales, con su obvia incidencia en la calidad de vida.
Ni Miami ni otras ciudades jóvenes –pueblos al empezar el siglo XX–, de fuerte economía, de inverosímil y diverso crecimiento, son incoloras
En lo que me toca por cubano, recuerdo que Miami alcanza su actual notoriedad gracias a nuestro exilio, obligado por una dictadura cuya duración nos avergüenza. Miami es hoy –para siempre-- la segunda ciudad de Cuba por el número de sus habitantes, la primera –de lejos– por su producto interno bruto. Barrios enteros de Miami como Hialeah nos hacen oír, oler, sentir nuestro archipiélago, sus costumbres y mangos, sus charlatanerías y chicharrones. Nada más heterogéneo que uno de nuestros supermercados. La multiplicidad grita en cada esquina. ¿Dónde está la monotonía, lo descolorido, la palidez cuando el sol –virtudes y vicios– de Miami quema tanto como el habanero o santiaguero?
No canso con botánicas folcloristas, notas del obsoleto criollismo de “Palmas y cañas” o entelequias sobre “lo cubano”, frases a veces huecas de Martí o frases siempre huecas de la actual demagogia nacionalista, del populismo politiquero; pero si enfatizo: ¿Dónde está el aburrimiento? ¿Dónde se encuentra la grisura si en un aguacero torrencial una tarde de junio, entre sombrillas rojas y azules, danza caminando una mulata de oro para guarecerse debajo de una casuarina, rodeada de palmas porque aquí ya hay más palmas que en los parterres desérticos de las calles cubanas?
La frase de que el único logro de la revolución de los Castro ha sido el exilio, a un costo espantoso, se hace tangible en Miami. Y sin hagiografías, aunque tampoco hay por qué exagerar defectos, casi todos arribados en nuestras maletas. ¿No contrastan los casos de corrupción con lo habitual que resulta hallarlos en España o Brasil? ¿Son nuestros políticos más demagogos que los argentinos? ¿Acaso la TV hispana en Miami es peor que en Ciudad de México? ¿Los embotellamientos en autopistas miamenses son más densos que en San Juan? ¿Cuáles ciudades de las Américas tienen el ritmo de crecimiento que Miami exhibe en sus grúas de rascacielos en construcción? ¿Hay diversidad o monotonía en sus bañistas, en sus ofertas gastronómicas, festivales y eventos? ¿Cuál color lingüístico le falta a sus calles peatonales, que reciben más de quince millones de turistas cada año, sin contar las oleadas de migrantes que aquí –como andaluces, gallegos, vascos o catalanes, cuando la colonia– es donde se mezclan?
Y no comparar con el caldero castrista, donde padecen la represión y su prima la hipocresía, la miseria y su prima la mendicidad. El gris ratón y el amarillo hepático –desastrosamente– aún predominan allá donde el tiempo se salinizó y la desganada resignación se esconde detrás del choteo, el reggaetón, el sexo. Su anémico color contrasta con el arco iris de Miami.
¿Dónde está la monotonía, lo descolorido, la palidez cuando el sol –virtudes y vicios– de Miami quema tanto como el habanero o santiaguero?
Invito a tomar cualquiera de las guías del ocio o del fin de semana que circulan por Internet, para apreciar la cambiante gama de ofertas que Miami brinda, con escalas de precio que, desde luego, encarece su condición de ciudad turística: pero que a la vez aumenta el empleo y no deja de ofrecer atracciones gratuitas: playas y parques, desfiles y tómbolas. La misma riqueza de los tres condados que integran el gran Miami –Dade, Broward y Palm Beach, forman una megalópolis de seis millones de habitantes– argumenta su mestizaje, su cambiante y ágil colorido, digno de un artista cinético.
Los mordaces –aunque la carencia de ingenio les quita gracia– prefieren ignorar el Adrianne Arsht Center y la Feria Internacional del Libro; el Festival de Teatro Hispano y las ofertas deportivas, musicales y circenses que ofrece el American Airlines Arena, entre otros anfiteatros de la comunidad; los eventos cinematográficos que organiza el Miami Dade College y la promoción de la lectura que ofrecen bibliotecas, editoriales para niños y jóvenes como Cuatro Gatos, colegios privados y públicos, gremios, consulados y fundaciones altruistas.
Como su oficio es denostar, pasan por alto que el poder adquisitivo del miamense y de sus condados entierra la monotonía, lo que no significa –como en cualquier otro sitio– que las ofertas culturales no se desperdicien por sedentarismo televisivo y otras adicciones efímeras, vacías. Es obvio que Miami no es culpable de la pérdida del hábito de lectura entre los maestros y profesores del mundo, para sólo citar uno de los causantes de la merma de colores en la existencia humana, porque siempre deriva en sus estudiantes.
Motivan este artículo las críticas de hispanos que no han tenido suerte en Miami –o la que sus egos han creído merecer–; a veces olvidando que hay que saber inglés –idioma oficial– y no achantarse en el español, aunque dos de cada tres miamenses (65,8%) lo hablen. O pensando que El Doral es La Pequeña Caracas y lo mismo con La Pequeña Habana; paralelo nostálgico cuyas lágrimas –adoloridas o tímidas, frustradas o rabiosas, haraganas o mediocres– provienen del Orinoco y del Cauto, del Usumacinta y no de los Everglades.
Cuajado de extrapolaciones sentimentales e incoherentes, el juicio despreciativo es el verdaderamente incoloro. Nada de “playa albina”, salvo que signifique del alba, del amanecer. Porque Miami es mestiza. Su mixta, mezclada riqueza así lo proclama.