La muerte de Emilio

La ambulancia que se llevó a Emilio. (Eliécer Ávila)
La ambulancia que se llevó a Emilio. (Eliécer Ávila)
Eliécer Ávila

19 de febrero 2016 - 21:07

La Habana/El pasado 4 de enero fui testigo presencial de la muerte de mi vecino más cercano. Separados solo por una pared, observé el declive de este anciano de más de 80 años desde que podía caminar y hacer sus mandados hasta que su corazón dejó de latir una noche lluviosa y llena de infortunios.

Emilio vivía en el número 165 entre Esperanza y San Quintín, en el municipio Cerro. Sus últimos años fueron marcados por una demencia y pérdida de la vista que dificultaron cada vez más sus salidas de la casita de madera extremadamente deteriorada que le servía de refugio. Varias personas, especialmente mujeres sin domicilio en La Habana, pasaron por allí intentando "cuidarlo" por un tiempo a ver si podían quedarse con ese espacio después del fallecimiento del anciano, pero éste parecía ser eterno y todas terminaban marchándose tarde o temprano.

El deterioro de su salud y la incapacidad evidente de valerse por sí mismo me motivaron a emprender una serie de gestiones personales tratando de persuadir a las autoridades del barrio para que propiciaran el internamiento de Emilio en un lugar donde pudiera recibir al menos las atenciones indispensables en sus últimos años.

Nunca se interesaron lo suficiente por el caso. En varias ocasiones, recibí críticas no solo de algunos "factores", sino también de varios vecinos que me decían: "No te metas en eso, que ese viejo es del carajo y por eso me da igual que se joda". Aún así, no dejé de hablar de su caso con varias personas y tampoco de llevarle de vez en cuando algún refresco o algo de comida.

Un día me percaté de que lo estaba visitando otra "prima", alguien que vivía relativamente cerca. "No necesito nada. Tengo casa grande, computadora y pantalla plana", gritó desde el pasillo enfatizando que solo quería cuidar a Emilio por caridad.

Pasaron unos meses y a Emilio ya ni se le oía. A veces teníamos la duda de si seguía viviendo allí. Llegó el 31 de diciembre y a la hora de cenar le dije a mi suegra que lo llamara a ver si le brindábamos un pedacito de carne de puerco con congrí y plátanos. Pero nada, no respondió.

Por esos días, nadie se portó por su casa. Yo seguía convencido de que se lo habían llevado de paseo o para cuidarlo en otro lado. Y aquí comienza la parte más triste de la historia.

Intento comunicarme con él y solo me responde: "Me estoy muriendo, entra, rompe la puerta"

El 3 de enero a las 11 de la noche, mientras veo la televisión, escucho unos quejidos muy bajitos que se confunden con los maullidos de los incontables gatos que nos rodean. Al cabo de un rato, me doy cuenta de que salen de la casita de Emilio.

Intento comunicarme con él y solo me responde: "Me estoy muriendo, entra, rompe la puerta". Insisto en que me abra o me lance la llave: "No puedo moverme, rómpela", me grita y sigue quejándose de dolor. Mi esposa me aconseja que no rompa la puerta yo solo, entonces coincidimos en que debemos llamar a la Policía.

Poco antes de la medianoche, llega una patrulla con una pareja de jóvenes policías, la muchacha se queda durmiendo en el carro y el sargento Eliades me acompaña hasta la puerta de Emilio, ubicada al final del pasillo interior que compartimos. Al llegar, el anciano grita con mayor fuerza que derribemos la puerta. El joven uniformado y yo nos enfrascamos en buscar la forma de quebrar la madera de la puerta, pero el llavín estaba cerrado desde afuera con tres pasos de profundidad en el seguro principal. Eliades se subió al techo, saltó un muro que da a otro patio para explorar posibilidades, pero nada resultó. Aquella casita en ruinas era un búnker y ofrecía una resistencia que nadie hubiera imaginado. El joven policía puso todo de su parte incluso a riesgo de lesionarse para llegar a Emilio. Tenía la nobleza reflejada en un rostro que me recordó a mis primos del campo.

Después de infinitos intentos, decidimos usar palancas y pata de cabra para zafar las tablas de las paredes. Así pudimos desprender el llavín de sus anclajes y finalmente entrar. En el interior, nos encontramos algo que, al menos para mí, era primera vez que lo veía: un cuerpo humano cadavérico, desnudo, envuelto en sus propias heces, que se las llevaba también a la boca en un intento desesperado de sobrevivir al hambre. Estaba enterrado en un hueco en medio de lo que fue un colchón, con alambres enterrados en la espalda. Atrapado sin poder moverse y ciego.

En el interior, nos encontramos algo que, al menos para mí, era primera vez que lo veía: un cuerpo humano cadavérico, desnudo, envuelto en sus propias heces

Le insisto a Eliades en que llame a una ambulancia, pues al menos Emilio está consciente, así que conservo la esperanza de que sea atendido y pueda sobrevivir. Antes lo agarramos por manos y pies para sacarlo del hueco, donde flejes como puñales laceran su espalda. El policía va hasta la patrulla a hacer la llamada y yo aprovecho para decirle a mi esposa que prepare corriendo un agua de azúcar. Pues Emilio solo balbucea "agua, agua". Le dejo caer un chorrito del líquido en la boca desesperada y se lo traga como un animal haciendo ruidos y pidiendo más. Le dejo tragar medio vaso y su cara dibuja una especie de sonrisa terrible, pero agradecida. Regresa Eliades y me dice que ya ha hecho la llamada. Pasarían una hora y media más para que llegue el auxilio médico.

Bajo una llovizna persistente llega el SIUM, único equipo de emergencia en el planeta que jamás tiene apuro, ni para llegar, ni para moverse con soltura después. Se bajan del carro dos hombres y una mujer que parece la jefa del grupo, terminan un cigarro. Para ese entonces, ya mis nervios y mi indignación habían aumentado pues parecía que solo mi esposa y yo veíamos la gravedad del asunto. Después de tanto ruido y romper la puerta, ni un solo vecino se había asomado a ver lo que pasaba.

La mujer, al percatarse del estado de Emilio, dice que así no lo toca y, con gesto de asco, indica a otro que vaya al carro por nasobuco y guantes. Emilio empieza a perder fuerzas, ya respira más lento y deja de responder a su nombre.

El trabajador del SIUM no encuentra nada de eso. Su compañera intenta cogerle la vena con un troquel que parece un clavo, pues "no hay mochitas". Lo pincha en la mano, el brazo, el muslo, el pie... pero no hay venas disponibles. Entre pinchazo y pinchazo, Emilio deja de respirar, su cabeza se descuelga y sale de su boca parte del agua que le di. No hay carreras, ni desfibrilador, ni reanimaciones, ni boca a boca. Nada de lo que uno ve en la televisión. Simplemente, se va.

Bajo una llovizna persistente llega el SIUM, único equipo de emergencia en el planeta que jamás tiene apuro, ni para llegar, ni para moverse con soltura después

Emilio permanece inerte sobre la cama mientras se cumple el protocolo. El chofer de la ambulancia parte hacia el policlínico del Cerro a buscar a un médico que firme el certificado. La compañera del SIUM aprovecha para fumarse otro cigarro y nos cuenta de su madre enferma en oriente y de cómo ella tiene que mandarle las jabas de medicina, jeringuillas, mochitas, etcétera, porque allá no aparecen y si no es por ella se le muere.

A las 3 de la madrugada, llega el médico, un estudiante mexicano. Fue la única persona que noté sintiera verdadera compasión. Mira, se lamenta, usa palabras respetuosas. Examina la casa que había sido cerrada por fuera y no había llaves dentro, mira en el refrigerador que está apagado y absolutamente vacío. También contempla un recipiente con arroz y huevos fritos que está intacto en una mesita contigua a la cama, debe llevar unos cuatro días, pero Emilio jamás hubiera podido alcanzarla. El examen físico lo trastorna más todavía. "No voy a firmar ningún certificado, este pobre señor no murió, se dejó morir que es otra cosa", concluye. "Ha muerto de hambre y de sed, sin contar que tantos días en la misma posición pudieron causarle un coágulo en la corteza cerebral que al desprenderse por la manipulación de auxilio le causa un.... ", bueno, a partir de ahí no entendí nada, pero estaba claro que pudo haberse evitado.

Eliades mira desconcertado hacia los lados y después dice: "Voy a avisar a mi puesto de mando", y se va con el médico a llamar a medicina legal. El SIUM arranca por otro lado y, casi sin darnos cuenta, nos vemos solos en la madrugada con Emilio encima de la cama y no estamos claros de cuál será el próximo paso. No hay escena protegida, ni barreras, ni nada.

Dos horas después, nos retiramos a la casa, pues ya era insoportable el dolor en las piernas y la llovizna no cesaba. A las 9 de la mañana, corrimos apurados para ver si ya se habían llevado el cadáver y nada. Ahí estaba Emilio, muerto desde hacía siete horas, en la misma posición en la que lo dejamos en la cama.

Decido ir a ver a la presidenta del CDR y a la delegada del Consejo Popular para ponerlas al tanto del asunto. La del CDR me dice que no tiene idea de qué hacer y que va a llamar a alguien por teléfono, la del Consejo se está montando en su auto pues ya fue ascendida y su hijo está al timón. Sin mirarme, me responde que verá qué se hace.

No hay carreras, ni desfibrilador, ni reanimaciones, ni boca a boca. Nada de lo que uno ve en la televisión. Simplemente, se va

Al mediodía, llega un carrito muy sencillo de Medicina Legal. La doctora que parece dirigir un equipo de cinco personas dice: "Y que no encuentre yo lesiones, porque sino tú vas a ver". Ya para entonces estaba presente "la prima".

La doctora hace preguntas: "¿Por qué estaba encerrado?¿Usted no se percató del estado grave en el que estaba?". Y anota. La "prima" dice: "Yo lo atendía bien". "Sí, como a un bebé", dice la doctora en modo sarcástico mientras sigue anotando. Yo me retiro para salir a conseguir huevos para el almuerzo. Antes de irme, le entrego una copia en CD a la doctora de los videos y fotos que pude hacer a Emilio desde que estaba vivo hasta que murió. Ésta a su vez se lo entrega a una muchacha policía que estaba presente y me había tomado declaración.

La "prima" me alcanza para enseñarme un certificado que le dio la doctora, que afirma que Emilio murió de un "infarto agudo del miocardio". Ahí casi el infarto me da a mí. ¿Cómo habían podido determinar tal cosa sin hacer el mínimo examen?

Casualmente, llegó a mi casa el pastor Carlos Raúl, de Jagüey Grande, y lo invité a ver a Emilio, que para las 4 de la tarde seguía tendido en la cama, ya con la cara llena de moscas y hormigas que se aglomeraban en los ojos. Carlos además es médico y al ver el certificado dijo que era una total falta de respeto y pocas ganas de trabajar. Nos pidió hacer una oración por Emilio.

A las 6.30 pm, después de varias gestiones de la "prima", aparece por fin el carro fúnebre para llevarse a Emilio hacia la funeraria asignada, pues su entierro está previsto para el otro día a las 10.00 am. "Por asuntos de combustible no se puede hacer otra cosa", alegaron.

Emilio permaneció allí tirado 18 horas y media después de su muerte

En total, Emilio permaneció allí tirado 18 horas y media después de su muerte. Por una semana o más mi esposa y yo casi no pudimos comer, ni dormir, ni pensar en otra cosa que no fueran las imágenes que habíamos presenciado y el terrible desempeño de todo un sistema. Muchas reflexiones me venían a la mente, pero la principal, era un temor muy grande a llegar a viejo bajo las actuales circunstancias.

Si bien mi papel no es juzgar, estoy seguro de que callar todo lo anterior equivale a un acto de complicidad con el decepcionante aparato interdisciplinario que ahora trabajó en este caso y mañana puede estar a cargo de un familiar mío o de cualquiera. Desde los servicios médicos hasta los temas legales, aquí nada funcionó con seriedad, como si no les importase la vida de un cubano más.

Eliades me dijo que en lo que iba de semana era el cuarto caso similar que veía. ¿Cuántos ancianos más estarán muriendo o por morir en las mismas circunstancias?

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