El Primero de Mayo y yo: una cronología
Nueva Jersey/Aunque nací en La Habana, entre los cinco y los doce años viví en el centro y el oriente del país. Por esos páramos distantes ―Camagüey, Holguín y Santiago de Cuba― y con tantos tumbos que di de una provincia a otra, no recuerdo las tristemente célebres "marchas del pueblo combatiente" a las que con toda seguridad me tuvieron que haber arrastrado en la infancia. No las recuerdo no sólo porque la memoria prepara su sorpresa ―que diría Lezama―, sino porque lo que más resalta de aquellos años son los cubos de agua que tenía que cargar hasta el quinto piso de un edificio tan feo como anodino, las batallas campales con mosquitos que parecían entrenarse para las olimpiadas, lo pegajoso del acento de mis vecinos ―acento que erradiqué poco tiempo después de regresar a La Habana, so pena de que me persiguiera por el resto de mis días el por entonces tan indeseado mote de "guajiro"― o mi maestra de segundo grado, que era una dulzura de persona que contrastaba con la ya rampante, contante y sonante chabacanería revolucionaria que se comía a la nación como una gangrena.
La primaria la terminé en El Vedado. Al margen de los matutinos "patrióticos" que nos encasquetaban a diario, no recuerdo que nos llevaran a la otrora plaza cívica ―ya transformada, hasta nuevo aviso, en Plaza de la Revolución―, pero, si no lo hicieron, supongo que fuera por cuestiones de transporte y en aras de evitar responsabilizarse con la chiquillada en su trayecto de ida y vuelta a otro municipio. La secundaria la cursé en una escuela en Nuevo Vedado, a un brinco del lugar dónde el antipático barbudo daba sus arengas interminables. Supongo ―la memoria es muy vaga y no es por conveniencia― que me tienen que haber arrastrado a las marchas del Primero de Mayo en los grados séptimo y octavo. De ellas, recuerdo a duras penas los desmayos de la gente producto de aquel sol inmisericorde que nos azotaba sin dar tregua, lo mismo a alumnos que a profesores, sin importar raza, género, estatura, color de los ojos, orientación sexual... En noveno grado, aquella tarde aciaga me fugué de la escuela y no asistí a la marcha. Eso sí lo recuerdo muy nítidamente pues fue una decisión propia. (¿Quizá he olvidado las otras porque decidían por mí?). Lo cierto es que un par de socios y yo nos quedamos escondidos en nuestro edificio. Por aquellos días aprendíamos a fumar, así que mientras el pueblo gritaba enardecido, nosotros echábamos humo hasta por las orejas. Al día siguiente, en la escuela nos mirábamos como los cómplices de un crimen que saben que los han descubierto. Sin embargo, no pasó nada. Nadie nos regañó ni trajo a colación nuestra ausencia al acto "político-ideológico".
En noveno grado, aquella tarde aciaga me fugué de la escuela y no asistí a la marcha... Por aquellos días aprendíamos a fumar, así que mientras el pueblo gritaba enardecido, nosotros echábamos humo hasta por las orejas
Durante el preuniversitario ―en las Escuelas Militares Camilo Cienfuegos; ya sé, ¡tremenda mancha en el expediente!―, una vez nos llevaron a todos los estudiantes a un acto de índole política. No fue en la Plaza. Pero no recuerdo dónde aconteció. (Respecto a la mancha: por no adherirme a la vida castrense, me expulsaron, en ese orden, de los "Camilitos" de Capdevila y del Cotorro. En una de las actas, escribieron que yo era "una deshonra al uniforme militar". Sobra decir que es uno de los mejores cumplidos que he recibido en mi vida).
No fui a ningún acto político durante la universidad. Como estudiaba en la facultad de arte del Instituto Superior Pedagógico "Enrique José Varona", a mis amigos y a mí —con nuestros pelos largos, nuestra pinta estrafalaria y nuestro diversionismo ideológico— quizá nos dieron por incorregibles y jamás nos dijeron ni esta boca es mía. Tampoco fui a ningún acto político luego de graduarme. (Por esas fechas vivía en Centro Habana; en mi edificio en Belascoaín y Neptuno, no sé ahora, pero por aquel entonces, nadie se aparecía en tu puerta a decirte que tenías que ir a la Plaza).
El último contacto que tuve con la dichosa marcha del Primero de Mayo fue el 30 de abril de 1999. Esa noche asistí a un concierto de algún trovador contestatario —o alguien por el estilo— que se las había agenciado para conseguir la sala Avellaneda del Teatro Nacional. A la salida del recinto, y de la nada, un grupo de ciclistas ―todos hombres, con mujeres sentadas en la parrilla― ataviados de pulóveres blancos con frases e imágenes que aludían directamente a la organización que los había mandado a trabajar horas extra ―la Unión de Jóvenes Comunistas― nos pasaron rozando a la velocidad que les permitían sus pesados trastes chinos. Iban soltando unas tiras de papel que resultaron ser pancartas. La curiosidad me dominó. Recogí una del suelo. Aquel inolvidable letrero aún me da risa: "Ni el gato en casa, todos a la Plaza".
El día siguiente, cogí mi bicicleta y me fui con una amiga a las playas del Este. (Si hoy lee esta nota, desde aquí le mando un fuerte abrazo). No llegamos lejos con el hambre y el sol de mayo. En realidad, sólo cruzamos el túnel de la bahía y nos dimos varios chapuzones con el arrecife de testigo. Pasamos una tarde espléndida. No había un alma a nuestro alrededor.
Cuatro meses más tarde me fugué de la jaula grande que es la pequeña isla de Cuba. Desde entonces no he puesto pie en ella.
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Este texto se publicó inicialmente en el blog Belascoaín y Neptuno.
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