La revolución cubana, 66 años de un sueño convertido en pesadilla

Entonces a nadie se le ocurrió pensar que aquella revolución cubana, en unos pocos años, negaría su razón de ser

Los policías se habían esfumado y los Boy Scouts dirigían el tránsito en una de las intersecciones más importantes de la capital. (Archivo)
Los policías se habían esfumado y los 'boy scouts' dirigían el tránsito en una de las intersecciones más importantes de la capital. / Archivo
Frank Calzón

03 de enero 2025 - 16:40

Miami/Entonces nadie podía imaginarse lo que vendría después.

Era enero de 1959 y ni a mi amigo Guillermo, ni a mí nos molestaba "el norte", el frente invernal que desde hacía varios días azotaba La Habana. Los dos, de 13 y 14 años, controlábamos felices el tráfico en una de las intersecciones más importantes de la capital.

Fulgencio Batista se había marchado, mientras Fidel Castro dormía lejos, en la Sierra Maestra. Sería necesaria una semana para que el líder rebelde y su ejército de barbudos, y los que se le agregaron por el camino, llegasen a La Habana.

La Policía, la del tráfico y la otra, la que perseguía a los que se oponían al Gobierno de Batista, se había esfumado como por arte de magia. Unas semanas antes, Estados Unidos había aprobado un embargo en la venta de armas y piezas de repuesto y se negó a entregarle a Batista el cargamento por el que ya había pagado.

Fidel (ya todo el mundo lo llamaba Fidel), desde Santiago de Cuba al otro extremo del país, aconsejaba calma y felicitaba a todos los cubanos por el momento histórico que vivíamos. En Miami, los exiliados antibatistianos, los activistas del Movimiento 26 de Julio preparaban su regreso a la patria.

Los semáforos en aquella época no eran automáticos, y necesitaban un policía encargado de cambiar las luces. Fidel les pedía a los boy scouts, los niños exploradores, que se ocupasen del tráfico en la capital.

Estábamos alegres: el país, la gente, hasta los niños pequeños intuían que algo muy bueno había sucedido

Estábamos alegres: el país, la gente, hasta los niños pequeños intuían que algo muy bueno había sucedido. Los habaneros se reían viéndonos tan serios, con nuestros pantalones cortos, dirigir el tráfico. Las señoras del edificio de enfrente nos trajeron limonada y emparedados de jamón y queso. Y la esperanza se reflejaba en las caras, en los comentarios, en la expectativa de aquel pueblo que había leído con aprobación el alegato de Fidel cuando lo juzgaron después del ataque al Cuartel Moncada:  "Os voy a referir una historia” –había dicho en aquel juicio el líder aún sin barba. “Había una vez una República. Tenía su Constitución, sus leyes, sus libertades; presidente, Congreso, tribunales; todo el mundo podía reunirse, asociarse, hablar y escribir con entera libertad". Eso había dicho Fidel. Para restablecer las leyes y los derechos se había peleado en Sierra Maestra y en las ciudades, los jóvenes habían encarado las represalias, las torturas y hasta la muerte a manos de las fuerzas de la dictadura.

Pero aquello era el pasado y la nación vivía un nuevo día. Cuba era una fiesta, y Fidel, en aquel alegato de 1953 que después titularían La Historia me absolverá, lo había dicho bien claro:

“El Gobierno no satisfacía al pueblo, pero el pueblo podía cambiarlo y ya sólo faltaban unos días para hacerlo. Existía una opinión pública respetada y acatada, y todos los problemas de interés colectivo eran discutidos libremente. Había partidos políticos, horas doctrinales de radio, programas polémicos de televisión, actos públicos, y en el pueblo palpitaba el entusiasmo”.

Así lo había dicho Fidel, ¿y quién se atrevería a contradecirlo, si era una verdad más que conocida por todos?  Para restablecer aquellos programas de radio, la Constitución y las discusiones a la luz pública se había hecho la Revolución.

Y ahora, mientras se esperaba la llegada de Fidel, aquel entusiasmo palpitaba; en los balcones se agitaban las banderas, en vísperas del arribo de los héroes.

Lo recuerdo bien, pero sucedió hace 66 años. Entonces a nadie se le ocurrió pensar que aquella revolución cubana, en unos pocos años, negaría su razón de ser. Entonces, nadie hablaba de marxismo, ni de la Unión Soviética, ni del imperialismo yanqui, ni del Partido Comunista, ni de palabras como proletariado, plusvalía, medios de producción y otras que tomarían las tribunas por asalto meses después. Los revolucionarios eran patriotas, eran demócratas, y solo los pocos involucrados en el antiguo régimen se atrevían a insinuar lo que claramente no era verdad. "Fidel, no es comunista; eso son mentiras de los batistianos", rra el consenso general.

Y qué decir de los cubanos en el presidio político que se niegan a emigrar, que a pesar de las falsificaciones de la historia se atreven a pensar en un futuro mejor

Después, con bastante rapidez, vendrían las amenazas, el encarcelamiento y hasta el fusilamiento de varios de los héroes que acompañaron a Fidel en aquella marcha triunfal. Más tarde las confiscaciones, no sólo de los grandes terratenientes y de las firmas extranjeras, sino de prácticamente toda la propiedad existente en el país, incluyendo los centros sociales de gallegos y asturianos, sus escuelas y sus clínicas, aunque ni los gallegos ni los asturianos eran aliados de Batista, ni de los americanos.

Después comenzaría la escasez y el racionamiento. Nos dijeron que era una medida temporal y de emergencia en 1961. Después comenzaría el Acopio y los guajiros condenados a prisión por vender un pollo, una libra de arroz, o la leche de sus vacas a otro. Más tarde, los llamados campos de la Umap (Unidades Militares de Ayuda a la Producción), adonde fueron a parar sin causa ni juicio miles de cubanos: los jóvenes de melena larga, los Testigos de Jehová, los gays y algún militante católico que, con el paso de los años, llegaría a obispo.

En el balance de más de seis décadas, habría que incluir quizás dos millones de cubanos que marcharon a otros países con una simple maleta o aún con menos. Y los balseros desaparecidos en el Estrecho de la Florida intentando escapar, los muertos en las guerras y misiones “internacionalistas” en Angola, Etiopía, Granada, los Altos del Golán, el Congo, Bolivia y otros países latinoamericanos. Y los cubanos muertos y heridos en Ucrania, que como el contingente de norcoreanos sirven hoy en el ejército de Vladímir Putin.

El año terrible que acaba de terminar es también parte del balance indispensable de la realidad cubana, de presos políticos, apagones, desabastecimiento, epidemias, huracanes, miles de familias que llevan años en albergues de emergencia esperando por la construcción de las viviendas prometidas mientras se construyen hoteles de cinco estrellas para los extranjeros.

Y qué decir de los cubanos en el presidio político que se niegan a emigrar, que a pesar de las falsificaciones de la historia se atreven a pensar en un futuro mejor, y en la diáspora alrededor del mundo, otros que tratan de ayudarlos y consiguen la solidaridad de Gobiernos y organizaciones internacionales.

El futuro es incierto, pero hoy la situación internacional no favorece al continuismo ni en Bagdad, ni en Caracas, ni en La Habana. Quizás Carlos Marx no se equivocó cuando dijo que los que tratan de detener la marcha de la historia están condenados al fracaso.

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