Una siesta degradada

En el libro de Armando Valdés Zamora, 'La siesta de los dioses', apenas hay espacio para que el imperio del miedo o la cultura de la queja se adueñen de los relatos. (Facebook)
En el libro de Armando Valdés Zamora, 'La siesta de los dioses', apenas hay espacio para que el imperio del miedo o la cultura de la queja se adueñen de los relatos. (Facebook)
José Prats Sariol

31 de mayo 2017 - 14:36

Miami/Cuando Milan Kundera regresó a Praga, la entonces Checoslovaquia se acababa de sacudir el comunismo que le impusieron las tropas soviéticas tras la Segunda Guerra Mundial. Lo mismo ocurrió, diferencias incluidas, con los latinoamericanos que retornaron a sus países natales tras las caídas de las dictaduras militares. Todavía no es el caso de Cuba.

La crónica-memoria de Armando Valdés Zamora –irónicamente titulada La siesta de los dioses– parte de esa substancial diferencia. De ahí que en la avispada nota de presentación Abilio Estévez anote que no hay regreso porque no hay vuelta atrás. No sólo, desde luego, porque habían pasado 16 años desde que Armando partió al exilio, sino porque persistían las causas políticas por las que había abandonado el país.

A esto se añade la humillación de que tuviera que pedir permiso para entrar y lo obligaran a hacerlo con pasaporte cubano, cuyo costo moral es tan alto como su costo en moneda fuerte, de lejos el segundo más caro de las Américas. La solicitud de entrada fue gestionada, además, para ver a su madre enferma en Santa Clara, tan enferma que moriría meses después, lo que muestra un caso similar al de Eliseo Alberto (Lichi Diego), cuando obtiene un permiso humanitario para ingresar a despedirse de su madre, Bella García Marruz. Ambos permisos fueron discretamente "gestionados" –también "manipulados"– por escritores oficialistas o colaboracionistas con el régimen.

'La siesta de los dioses' argumenta una flagrante violación de los derechos humanos, lo absurdo de que uno tenga que pedir permiso para entrar a su propia casa

De entrada, el libro argumenta una flagrante violación de los derechos humanos, lo absurdo de que uno tenga que pedir permiso para entrar a su propia casa, solicitar una autorización, aquí tramitada –como se narra en la crónica — por RR (Rogelio Riverón) y JA (Jorge Ángel Hernández Pérez), con la ayuda de Fernando Rojas y tal vez de la oficina de Abel Prieto, funcionario presto a sembrar favores a cobrar en caso de naufragio.

Bajo esa hipoteca –dentro de una "atmósfera de recelo"– entra Armando Valdés Zamora a Cuba y arma su diario de la visita con una inteligente lejanía de lugares comunes. Apenas encontramos que el imperio del miedo o la cultura de la queja se adueñen de los relatos. En un país donde por supuesto que el silencio es subversivo, da gusto leer cómo evita excederse en calificativos. Tal economía contrasta con el ruido que lo atormenta en todos los sitios, que enloquece a su pareja G (Gersende), ya de por sí bajo un enorme esfuerzo de adaptación a comidas criollas, sigilos y 40 grados a la sombra del asador caribeño en verano.

En un país donde por supuesto que el silencio es subversivo, da gusto leer cómo el autor evita excederse en calificativos

La bulla –"mi ensordecedora patria"– y la sensualidad tras la testaruda búsqueda de un mamey para hacer un batido impregnan de un simpático realismo al relato, donde se superponen tres planos de tiempo y tres locaciones: Santa Clara, Cienfuegos y La Habana.

La mezcla –suerte de edición cinematográfica– potencia la amenidad, abre cabos sueltos y consigue crear expectativas que la casualidad siembra de horror, porque el aterrizaje del escritor exiliado coincide con el sospechoso accidente automovilístico donde muere Oswaldo Payá Sardiñas, el 22 de julio de 2012.

Mangos y guayabas son las únicas frutas que de pronto aparecen entre fines de julio y principios de agosto junto a los soplones o delatores (informantes según la nomenclatura) que vigilan a Mandy, el afrancesado que con su francesa vino a fijar y transformar sus recuerdos, armarlos de una nueva coraza o untarlos de una nueva costra de melancolías.

No cuento los cuentos que se enlazan entre encuentros con escritores y hasta la celebración del centenario de Virgilio Piñera en el teatro Trianón, con un muy profesional programa de lecturas y breves representaciones que se reseñan con justa objetividad, sin maniqueísmos de que allá dentro todo es mediocre. La misma objetividad aparece cuando valora algunas ediciones o la restauración de la casa de Lezama Lima, aunque la humilde tarja en Trocadero 162 no fue colocada por el Gobierno, sino que en realidad fuimos un pequeñísimo grupo de amigos los que hicimos la colecta y la pusimos a finales de 1976, aún en vida de María Luisa, encabezados por Umberto Peña, que tras mil gestiones compró el bronce, creo que a un escultor.

Otra virtud de esta curiosa Siesta es que, a diferencia de los odios, prejuicios y estereotipos que la propaganda del Partido Comunista trata de inculcar sobre el exilio cubano, aquí nunca se dejan de humanizar las filiaciones y fanatismos

Otra virtud de esta curiosa Siesta es que, a diferencia de los odios, prejuicios y estereotipos que la propaganda del Partido Comunista trata de inculcar sobre el exilio cubano, aquí nunca se dejan de humanizar las filiaciones y fanatismos. Armando Valdés Zamora comprende los tumbos y retumbos de amigos y conocidos con los que se encuentra y conversa, su necesidad de sobrevivir y callar, a veces hasta de aplaudir bajo una doble moral que en realidad se ha convertido en la ausencia de moral. Pero en este sentido el autor se cuida mucho de emitir juicios, de juzgar desde fuera. Cuando se duele de la picardía de muchos escritores y artistas, no resbala a caracterizaciones que hoy son extemporáneas, que cada cubano de los que vivimos fuera debemos comparar con las que recibimos cuando estábamos dentro del caldero castrista.

"Me duele la degradación", es lo más duro que se le escapa a Armando Valdés Zamora en este viaje que poco tiene que ver con el regreso a Ítaca de Odiseo. Salvo en algunas emotivas escenas de reconocimiento o en reconstrucciones de sucesos donde la memoria le hace trampas a la serenidad, se le convierte en amorosa rabia y hasta en equívocos para la risa, cuando a la salida por poco lo dejan preso al creer que se llevaba una colección de relojes antiguos cuando en realidad eran sus medallas de corredor.

Bien corre Armando Valdés Zamora en esta crónica-diario-memoria que enriquece el caudal de testimonios cubanos sobre una dictadura cuya duración nos avergüenza. En sus páginas, la levedad y el choteo mitigan la desolación, pero no ocultan la tragedia. La Siesta no es la de Mallarmé. Tampoco la del idílico cuadro de Guillermo Collazo. Es la de otros dioses, los de La isla en peso que genialmente caracterizó Virgilio Piñera.

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Nota de la Redacción: El autor leyó este texto en la Maison de l´Amérique Latine, en París, el 18 de mayo de 2017, en la presentación del libro de Armando Valdés Zamora, La siesta de los dioses (Ed. Bokeh, Leiden, 2017).

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