¡Qué se acabaron las cartas!
Desde los tiempos, ya remotos, en que se introdujo la dolarización en la economía cubana se han ido desvaneciendo una a una las gratuidades, las subvenciones y otros regalos que a cuenta del tesoro público hacían nuestros gobernantes en su afán desmedido de -como dijera un poeta de la época romántica- anticipar el futuro.
“La moneda invisible ha desaparecido” decíamos sorprendidos, estupefactos, al ver que ya no se podría comprar refrigeradores, lavadoras y receptores de televisión a través de los méritos obtenidos en nuestros centros de trabajo y que, a partir de entonces, aquellos artefactos electrodomésticos solo sería posible conseguirlos pagando al contado con lo que hasta poco antes se conocía como “el dinero del enemigo”. Después vino el CUC que le hizo perder un poco el carácter simbólico a la evidente sustitución de valores. Pero lo fundamental no era el color de los billetes, sino que a partir de aquella hecatombe, para adquirir objetos útiles ya no era necesario hacer trabajo voluntario, asistir a las asambleas o dar un paso al frente ante una zafra, una microbrigada, una misión internacionalista, sino todo lo contrario: desviar recursos, hacer algo por la izquierda, dedicarse a algún negocio y en casos extremos vender lo que se poseía aunque solo se tuviera el cuerpo.
Ahora mismo se derrumba otro fundamento (¿será el último?) de la corrosiva costumbre de domesticar lealtades con privilegios. ¡Se acabaron las cartas!
Sí, porque cuando hace un par de años el gobierno tuvo “la audacia” de permitir que los cubanos pudieran participar legalmente en la compra-venta de autos particulares, quedó claro que los exhibidos en las agencias, fueran nuevos o de uso, solo serían vendidos a quienes pudieran demostrar que sus pesos convertibles habían sido ganados de forma sacramentada en alguna honrosa misión avalada por el estado. Nada de remesas enviadas desde el exterior o ganancias por tener una paladar o alquilar habitaciones. Fue entonces que aparecieron aquellas cartas que al principio solo podía firmar Carlos Lage y que luego fueron expedidas por el ministro de transporte, donde se revalorizaba con una firma la capacidad del dinero de convertirse en coches.
Me cuentan que había unas siete mil autorizaciones que no habían podido ser usadas para adquirir automóviles porque hacía un tiempo ya que se había dado la orden, desde la máxima instancia, de detener esos procesos.
Todo el mundo sabía que muchos de los autos que se compraban por esta vía –a precios subvencionados- eran revendidos casi inmediatamente a precio de mercado, ese que una caprichosa mano invisible, pero no ciega, adjudica a cada mercancía; el mismo que ahora el estado reconocerá como justo para comerciar libremente los vehículos que tiene en sus almacenes. Los que tuvieron la pícara idea de comprar las cartas antes que se volvieran autos habrán perdido su dinero, los que se ganaron el derecho a la carta trabajando dignamente o adulando a sus jefes habrán perdido sus ilusiones. ¿De qué les valió el noble sacrificio o el cobarde silencio, la leal obediencia, la abyecta delación?
La próxima profundización de las reformas raulistas puede dirigirse a la compra-venta de viviendas. Ya veremos empresas inmobiliarias estatales vendiendo casas o apartamentos a un precio competitivo o abusivo. Pero no nos hagamos ilusiones: los que aguardan en la cola de recibir dádivas no se sublevarán. Siempre les quedará el viejo dilema entre el aplauso o la deserción.