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La cebolla de la desconfianza

La implacable persecución desatada por el Estado para hacer cumplir las insensatas reglas impuestas a los campesinos solo tiene éxito en la televisión. (Captura)
Reinaldo Escobar

31 de octubre 2020 - 20:09

Cuando mi vecino Manolo me aseguró que la ausencia de cebollas en el mercado era una consecuencia de la confiscación que sufrió un almacén privado de ese producto en la provincia Mayabeque a comienzos de julio de este año, me vino a la mente un libro que leí a los 18 años titulado Los errores lógicos.

En el texto, publicado por la Editora Política en 1964 bajo la autoría del académico soviético A.I. Uemov, hay un concepto que me acompaña hasta hoy: "La vinculación que la persona establece entre los pensamientos puede corresponderse o no a la relación real que existe entre ellos".

Efectivamente, cuesta trabajo relacionar con lógica que las mil toneladas confiscadas de esta hortaliza (valoradas en 47 millones de pesos) repercutan todavía en la falta de este apreciado condimento que hoy hace llorar a los cubanos por no tenerla a mano en sus cocinas.

Sin embargo, existe una relación real entre el acto confiscatorio y la merma de los alimentos. Lo que repercute aquí son las 30 personas tras las rejas sometidas a investigación policial, porque no se trata de un vínculo matemático sino de algo que los seres vivos de casi todas las especies hemos aprendido a través de la experiencia.

Esa antigua lección nos enseña que la confianza demora en sedimentar la sensación de seguridad, pero la desconfianza desata alarmas que activan de inmediato mecanismos de protección ante el peligro.

La confianza que llegamos a tener en una persona, en una marca comercial, en un gobierno, se labra con los años, pero la desconfianza surge, como un relámpago de advertencia

La confianza que llegamos a tener en una persona, en una marca comercial, en un gobierno, se labra con los años, pero la desconfianza surge, como un relámpago de advertencia y sobreviene porque sorprendimos un gesto sospechoso en el otro que parecía amigo; por un ligero cambio de sabor en el producto que nos gustaba desde niños; por el incumplimiento de las promesas con la que los políticos llegan al poder.

Los campesinos que se dedican al cultivo de la cebolla deben primero asegurarse de que sus semilleros estén protegidos; un par de semanas después las posturas deberán ser trasplantadas a los surcos, pero antes los terrenos tienen que estar debidamente roturados, deben regarla y cuidar que las malas hierbas no las afecten. Finalmente llegará la cosecha. Todo esto hay que hacerlo de pie a pleno sol y no sentado en una oficina climatizada.

Parece obvio que para dedicarse a plantar cebollas hay que estar convencido de que el trabajo realizado tendrá como recompensa una adecuada retribución económica, además del merecido reconocimiento social. Si la comercialización del producto conlleva reglas restrictivas que limitan las ganancias, solo queda intentar saltarse las reglas o sembrar otra cosa. Cuando las reglas, además de absurdas, incluyen un castigo desproporcionado el proyecto cebollero será abandonado.

La implacable persecución desatada por el Estado para hacer cumplir a rajatabla las insensatas reglas impuestas a los campesinos solo tiene éxito en los programas de televisión donde se muestra la mercancía ocupada y en las salas de los tribunales donde se dictan las condenas, pero la desconfianza generada en los productores deja una secuela que se traduce en la aparente falta de lógica de mi vecino Manolo. Sí, no se puede sazonar bien la comida por culpa del operativo policial en Mayabeque.

Lo peor es que una vez perdida la confianza el tiempo para recuperarla resulta incalculable. Habrá que seguir llorando por las cebollas.

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