La corrección política y la relatividad moral
En este siglo es imposible encajar en el molde de lo políticamente correcto si se exhiben actitudes racistas, homofóbicas, sexistas o xenófobas, tampoco cuando se alardea de querer conseguir el poder político a través de la violencia. Esos criterios se han extendido en los últimos años a buena parte de los Estados, las instituciones, los medios de prensa, lo círculos académicos y los ciudadanos del planeta.
Gracias a esa toma de conciencia, fenómenos al estilo del terrorismo como arma política, la ablación del clítoris, la violencia como recurso liberador y la intolerancia religiosa han perdido el prestigio que les otorgó ese relativismo moral que las justificó por siglos en nombre de "las razones culturales", "las tradiciones sagradas", "la soberanía de las naciones" o "las circunstancias históricas".
Sin embargo, existe un grave peligro en tratar de trasladar estos parámetros modernos al pasado. Cuando se revisa de manera esquemática la historia con las reglas del presente muy poco se puede salvar de aquellos años y pocas figuras del "panteón" nacional quedarían en pie.
Cuando se revisa de manera esquemática la historia con las reglas del presente muy poco se puede salvar de aquellos años y pocas figuras del "panteón" nacional quedarían en pie
Bajo ese prisma, José Martí termina etiquetado como un machista, queda descalificada, por violenta, la idea de que "los derechos no se mendigan, sino que se conquistan al filo del machete", o, por intolerante, la frase "guarde usted ese documento, que no queremos saber de él", dicha por Antonio Maceo al general español Arsenio Martínez Campos en la Protesta de Baraguá.
En un repaso a la letra de las canciones de la trova tradicional se hallan "perlas" de incorrección como la burla a las personas con discapacidades físicas: "Simón, no puedes bailar cha cha chá porque tú tienes las patas gambás"; mientras que el racismo campea a sus anchas en temas como "A mí me llaman el negrito del batey porque el trabajo para mí es un enemigo".
Las canciones con que se enamoraba hace casi un siglo también incitaban y alababan, muchas veces, el consumo desmesurado de alcohol como un símbolo de la gallardía masculina: "la juma de ayer ya se me pasó, esta es otra juma que traigo hoy". Un proselitismo del trago y la cantina que, afortunadamente, hoy está mal visto.
Una excavación con las nuevas herramientas morales podría llegar hasta las artes plásticas y censurar El rapto de la mulatas, del pintor Carlos Enríquez, por haber dibujado en el rostro de las mujeres esa ligera sonrisa que las hace parecer provocadoras del secuestro y dulces cómplices de sus captores. De seguir ese criterio, la mayoría de las salas del Museo Nacional de Bellas Artes deberían ser cerradas de inmediato.
En el caso del lenguaje ocurre otro tanto. Los promulgadores de la estricta inclusividad no son muy dados a las bromas. Como la de un joven guía turístico habanero que, creyéndose simpático, se le ocurrió asegurar ante un grupo de jubiladas alemanas que se consideraba feminista porque solo le gustaban las mujeres. Por poco lo linchan antes de que pudiera rectificar diciendo que había sido "solo un chiste".
Si no se dice "la dictadura" o mejor "la sangrienta tiranía de los hermanos Castro" se puede terminar catalogado como un cómplice
En los medios oficiales, la ortodoxia para referirse a Fidel Castro ha tenido fluctuaciones. Durante años los locutores estaban obligados a mencionar cada una de las jerarquías de sus innumerables cargos: "Máximo líder de la revolución, Comandante en Jefe, primer secretario del Partido Comunista de Cuba, presidente de los Consejos de Estado y de ministros"...
Hoy, sin embargo, se le reduce a los epítetos de "líder histórico" o "eterno comandante en jefe", pero separarse un milímetro de esas designaciones o llamarlo a secas por su nombre y su apellido puede aún destapar la desconfianza.
El afán por ser más correcto que otros suele estar matizado por el prisma ideológico y no escapa de la distorsión que introduce el relativismo moral, que lleva indistintamente a considerar como adecuado el insulto o la adulación, según sea el caso.
De ahí que en ciertos entornos de la oposición política ocurra otro tanto. Para muchos activistas no resulta "políticamente correcto" usar la expresión "el Gobierno" para referirse a las autoridades. Si no se dice "la dictadura" o mejor "la sangrienta tiranía de los hermanos Castro" se puede terminar catalogado como un cómplice.
El vocabulario se vuelve más exigente cuando de hablar directamente de alguna figura pública se trata. Según el más estricto catauro disidente no se puede llamar "expresidente" a quien solo merece ser mencionado como "el dictador" y la alusión a su hermano debe ir siempre acompañada de la aclaración de "heredero de la dinastía", como si no fuera suficiente colgarle el estigma irónico de "general presidente".
Cuando de subir la parada en la militancia del lenguaje se trata, siempre habrá una fórmula reduccionista a la que apelar que termina en un discurso plagado de consignas. Son esos que hablan en bloques, dicen siempre lo mismo, no se separan ni un milímetro del lenguaje acuñado para cada cosa, como si temieran ser cogidos en falta por haber tenido "una debilidad lingüística". Con una vez que se les lea o se les escuche es suficiente, porque con tan poco arsenal de palabras se repiten hasta el bostezo.
Cuando de subir la parada en la militancia del lenguaje se trata, siempre habrá una fórmula reduccionista a la que apelar que termina en un discurso plagado de consignas
En el caso de la labor informativa el fenómeno se vuelve más complejo. ¿Cómo debe un periodista informar sobre un arresto?: "Agentes de la Seguridad del Estado condujeron a un opositor a la cárcel" o acaso debe decir "Sicarios de la inseguridad ciudadana secuestraron a un demócrata para encerrarlo en una ergástula castrista".
El problema es que tantos adjetivos terminan por confundir más que informar. Algo similar ocurrió a un disidente en Twitter cuando escribió: "El régimen convoca al simulacro electoral para el próximo 11 de marzo". Varios despistados creyeron que se trataba de una prueba piloto para los comicios de la Asamblea Nacional, cuando en realidad el militante informador quería decir que se trataba de una "farsa".
En medio de tantas reglas de cómo llamar a cada cosa, vale la pena advertir de que la propia definición "periodismo independiente" debe ser considerada una redundancia. Puesto que la única forma honesta de ejercer esta profesión es sin el mandato de esferas gubernamentales, ajena a cualquier partidismo, sin genuflexiones a la terminología y liberada de los corsés de toda extrema corrección política, sea esta oficialista u opositora.
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