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Delirios de soberanía

Cuba mi planeta (Dibujo infantil)
Reinaldo Escobar

28 de junio 2015 - 16:25

A pesar de los excesos nacionalistas que ha alcanzado el discurso oficial cubano, a algunos les parece que el Gobierno debería ser aún más intransigente con la defensa de la soberanía del país. Estigmatizadores de todo lo foráneo, esos individuos terminan alardeando de un chovinismo que tiene más de ridículo que de patriótico.

Son quienes no entienden por qué los boxeadores de la Isla dejaron de usar el protector de la cabeza, para obedecer los dictados de ese deporte que las autoridades han tildado de rentado y donde “el espectáculo importa más que la salud de los atletas”. En sus delirios aislacionistas, quizás un día propongan no aceptar tampoco que la red de voleibol o el aro de baloncesto estén a la altura determinada por naciones donde la estatura promedio supera en varios centímetros a la cubana.

¿Acaso prohibirán también los bates de aluminio, las espadas y floretes, raquetas, porterías, kimonos y hasta las reglas universales vigentes en las competiciones entre atletas? ¿Se quedarían sólo con la práctica de aquellos deportes hipotéticamente autóctonos de este archipiélago?

Quién quita que esos defensores de la autonomía a ultranza propongan un día la eliminación del estudio del arte clásico universal, tanto en la música, como en las artes plásticas o la literatura. Lo originario arrasaría así con las referencias a un Renacimiento que se dio a miles de kilómetros de distancia, un Ernest Hemingway que escribió en la lengua “del enemigo” o un Beethoven nacido nada más y nada menos que en la lejana ciudad de Bonn.

Unos pasos más allá en la ofuscación soberana llevarían a desechar el sistema métrico y formular otro cien por ciento cubano, para no regirnos nunca más por las estrictas normas de organismos extranjeros que certifican pesas, balanzas y medidas. ¡Ah…! y a los ciclones de cada temporada los bautizarán en Cuba, para no acatar ninguna lista de nombres destinados a estos fenómenos meteorológicos impuesta por entidades internacionales.

¿Por qué deberían admitir normas promovidas por las sociedades de consumo para el embalaje de las medicinas y alimentos que exporta el país? ¡Qué afrenta significa para estos extremistas anti hegemónicos que se draguen las bahías con el objetivo de permitir la entrada de barcos extranjeros de mayor calado! Si pudieran decidir las normas aeronáuticas, quién sabe si prohibirían que los aviones nacionales se rijan por las estrictas medidas de seguridad que han impulsado otros países.

Irán más allá y hasta es posible que se pregunten ¿De qué soberanía se habla cuando la moneda nacional tiene un valor en dependencia de su equivalencia con monedas extranjeras? La Televisión, por demás, acoge códigos de transmisión que no han nacido de la invención de ingenieros cubanos. Mientras que en los bares, restaurantes y hoteles se afanan por lograr un estándar internacional para complacer los caprichos de turistas, que sólo deberían disfrutar de nuestros gustos y costumbres.

Hasta los estudios científicos para conservar nuestra naturaleza significan una ofensa para estos Robinson Crusoe del nacionalismo. Pues obedecen a patrones salidos de movimientos ecologistas que carecen de raíces cubanas. Ni hablar de las cajas de cigarros que consumimos y exportamos, esas que contienen el tabaco que nuestros aborígenes enaltecieron y que llevan hoy unas advertencias para la salud que autoridades sanitarias foráneas han terminado por exigirle al producto.

Si fueran coherentes con tanta ostentación de cubanía, en el campo de la informática prohibirían los sistemas operativos con un “diseño de pensamiento ajeno a nuestras tradiciones”. En las prestaciones de salud, se opondrían a tanto artilugio foráneo, como la Tomografía Axial Computarizada (TAC), máquinas para ultrasonido o los catéteres para introducir en las arterias. Detendrían, sin dudas, la creciente influencia de que se permea nuestra ciencia con esos académicos invitados al Palacio de las Convenciones y laureados con premios que no se promulgan en esta tierra.

Hasta en la terminología revolucionaria se han hecho concesiones intolerables, piensan con molestia estos promotores del aislacionismo más ramplón. Ya no se habla de las organizaciones de masa, “poleas de transmisión de las preclaras orientaciones del partido”, sino de unas anodinas entidades de la sociedad civil, despojadas de su contenido clasista y cuya denominación es copiada de teóricos nacidos fuera de esta isla.

Por suerte tenemos “nuestra democracia propia”, respiran aliviados. Como único punto para la jactancia de su endocentrismo, pueden decir que solo hay un partido, cuyo liderazgo es obligatorio por precepto constitucional y un socialismo que ya no depende de los dogmas venidos de Europa, “sino de lo que a nuestro juicio debería ser el socialismo”. Por suerte, braman llenos de orgullo, “tenemos nuestra propia interpretación de los Derechos Humanos que no se somete a una supuesta regla universal, uniformadora y hegemónica”.

Sin embargo, para alcanzar sus delirios de soberanía debería implantarse el uso de otra lengua que no dependa de reglas ajenas y decretar leyes que no se parezcan a las de ninguna otra parte y finalmente, como glorificación de una absoluta independencia, lograr aislar y reproducir un ADN nacional, propio, singular y desde luego, superior.

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