La desobediencia indebida
En la tarde del 13 de agosto, en la esquina de Obispo y Habana, el joven Marcelino Abreu tuvo la iniciativa de gritar lemas y lanzar volantes antigubernamentales. En los breves minutos que duró su demostración –hasta que llegó la policía- ni un solo paseante se indignó, nadie le salió al paso para impedir que en una calle de Fidel Castro un ciudadano gritara ¡Abajo la Tiranía!
El concepto de “obediencia debida” ha sido manejado como argumento por el personal militar que se ha visto involucrado en actos punibles. “Solo cumplía órdenes” decía el piloto de la operación Cóndor cuando se le juzgaba por haber arrojado al mar a los opositores de alguna dictadura militar. Lo mismo argumentaba el interrogador al que se le fue la mano en una sesión de tortura, o el jefe del pelotón de fusilamiento que se limitaba a gritar fuego y a dar el humanitario tiro de gracia. “Solo cumplía órdenes” repite el soldado que disparó contra aquella manifestación cuyos sobrevivientes terminan siendo empoderados acusadores tras el derrocamiento del régimen.
Otro ha de ser el caso cuando los jefes se muestran ajenos a los actos de sus subordinados. Allí, donde “todo el mundo sabe lo que tiene que hacer” sin necesidad de que le estén dando órdenes precisas. Allí, donde los responsables de hacer cumplir una ley igual para todos no se ven precisados a obligar a nadie a que le haga daño a otro, sino que a lo sumo –dicen- “salvaguardan el derecho del pueblo a defender la calle como un espacio de los revolucionarios”.
Entonces serán los jefes los que dirán que ellos eran inocentes, que los de abajo se sentían con la prerrogativa de insultar y golpear; de pintar la fachada de una casa con chapapote y penetrar en la vivienda para romperlo todo y que ellos nada podían hacer para impedirlo. La indebida desobediencia a las más elementales normas de conducta civilizada, a las leyes nacionales e internacionales por parte de la plebe, de la horda, será mañana el argumento de los represores de hoy.
Ver para creer.