Los hijos de Melchor
La Habana/ Cinco de enero de 1957. Bajo el enorme tamarindo del patio de mi casa camagüeyana, mi primo Alcibíades se me quedó mirando lleno de incredulidad cuando leí la carta que pretendía dejarle a los Reyes Magos. Los dos teníamos 10 años, pero él ya conocía todo sobre la vida: de dónde venían los niños, cómo se encendía un cigarro y las diferencias básicas entre un Ford y un Chevrolet.
Con su insolencia habitual me dijo: “¿Serás bobo? ¿Tú no sabes que tu padre es el que te va a poner esta noche los juguetes junto a la cama?”
“Sí, claro”, le dije confundido, y guardé la carta en el bolsillo de mi camisa.
Yo miraba a mi padre y lo volvía a mirar; no lo podía creer. Tendría que ser Melchor, aunque le faltara la barba. ¡Yo era el hijo de uno de los tres Reyes Magos! No cabía otra explicación.
Años después supe todos los detalles. Ni siquiera sus nombres estaban en la Biblia, donde San Mateo cuenta que eran astrólogos persiguiendo una estrella y que cándidamente advirtieron de la llegada del Mesías al Rey Herodes, quien para impedirlo, desató la matanza de los inocentes.
Aún hoy choco con la misma ingenuidad de mi primera infancia. La diferencia es que ahora soy el descreído Alcibíades, develando a los crédulos que lo ocurrido en Cuba en el último medio siglo ni siquiera se fundamenta en un mito, sino en un timo.
Pero siempre habrá otro hijo de Melchor creyendo que “esto” es la justicia y cuando le revelen que el sistema imperante en Cuba ni siquiera coincide con el socialismo descrito por los clásicos, concluirá que la que debe estar mal es la descripción porque el país anda por el camino correcto.
Ajenas a la Isla, las estrellas siguen su rumbo imperturbable.