Tractores en Cuba, de fantasmas a orishas

Un tractor de La Isleña.
El viejo tractor de la finca La Isleña en San Juan y Martínez, Pinar del Río. (14ymedio)
Reinaldo Escobar

25 de febrero 2016 - 22:58

“No me pongan en lo oscuro a morir como un tractor”

(parodia popular de un verso de José Martí)

Dos noticias han despertado ilusiones entre los campesinos cubanos. Una de ellas es que la empresa estadounidense Cleber instalará en la Zona Especial de Desarrollo Mariel (ZEDM) una fábrica de tractores, a la que se le ha unido el anuncio de que China abrió una línea de financiación para que la Isla compre este tipo de vehículo de la marca YTO, con destino al programa arrocero.

Para animar más las esperanzas, el diario Granma dedica hoy un artículo en el que explica la situación de los 62.668 tractores registrados en el país, el 95% de los cuales tiene más de tres décadas de explotación. El texto incluye el número de estas maquinarias, distribución por territorios, forma productiva que las gestiona y cuántas tienen gomas o esteras. Pero nada dice sobre el futuro de esos vehículos obsoletos ni de los nuevos que llegarán.

Sin embargo, los cubanos aprendieron hace tiempo que cuando el río suena es porque trae piedras, pero cuando no suena también. Hace ya mucho tiempo que nadie ha vuelto a repetir desde una tribuna o en una reunión con altos funcionarios que arar con bueyes es mejor que hacerlo con maquinaria agrícola motorizada.

Los mil tractores pequeños que propone producir anualmente la firma norteamericana son óptimos para usarse bajo los métodos de cultivo organopónico y se ha sugerido que serán vendidos a agricultores independientes en Cuba. El nombre con el que saldrán al mercado es Oggún, uno de los principales orishas de la religión yoruba que se vincula con la tecnología y los cirujanos.

Una leyenda rural, narrada por viejos operadores de tractores ya jubilados, cuenta que a finales de los años setenta por la zona del vivero de San Juan y Martínez se llegó a abrir una enorme fosa para enterrar centenares de tractores destruidos. Equipos enteros pasaron a chatarra antes que entregarlos a los campesinos. La propiedad del Estado “estaba dispuesta a morir” antes de transferirse a las callosas manos de los productores privados.

Pasó el tiempo y llegó el Período Especial y solo entonces se tomó la decisión de ceder lo que fuera inservible. Alfredo Pérez, operador de un Ford del año 56 perteneciente a la finca La Isleña en Pinar del Río, cuenta cómo funcionaba ese traspaso. “Hasta donde yo sé, en los años noventa comenzó aquello de que las empresas del Estado empezaron a dar a los agricultores privados alguna maquinaria agrícola”, dice.

El campesino recuerda que se trataba en la mayoría de los casos de tractores que estaban considerados de baja, por lo que en todo el papeleo burocrático, aparecía como la venta de un equipo desahuciado, no una propiedad. A partir de ahí le tocaba al campesino encontrar la forma de lograr lo que el Estado no había podido hacer a pesar de todos sus recursos, que era ponerlo a funcionar. “Entregaban un fantasma que había que resucitar”, recuerda Pérez.

A pesar del mal estado técnico del equipo, era necesario contar con una carta de aval del presidente de la cooperativa y el compromiso de prestar servicio con aquel vehículo a cuanta entidad lo necesitara, incluyendo a la policía.

La práctica actual es que cuando una empresa del Estado recibe un parque nuevo de maquinaria le traspasa la propiedad de los equipos viejos a las cooperativas. A veces son máquinas destrozadas, otras en mejor estado e incluso la propia empresa puede facilitarle a la cooperativa las piezas para que los pongan a funcionar.

Otra forma de adquirir un tractor es tener la enorme suerte de conocer a un propietario de un equipo de fabricación norteamericana que quiera venderlo. Los soviéticos otorgados por el otro sistema no están autorizados a comercializarse. El precio de estos “almendrones agrícolas” puede oscilar entre los 100.000 o 150.000 pesos en moneda nacional, en dependencia del estado técnico y los aperos de labranza que incluya.

El agricultor guarda algunas reservas y se pregunta si “los americanos” van a distribuir de forma centralizada su productos a través del Estado o los comercializarán libremente

Alfredo, hermano de Pérez, solo conoce a un campesino al que le vendieron “hace diez años un tractor nuevo y fue Alejandro Robaina”, el célebre tabacalero de Vueltabajo. El agricultor guarda algunas reservas y se pregunta si “los americanos” van a distribuir de forma centralizada sus productos a través del Estado o los comercializarán libremente.

Con esa sabiduría del hombre del campo que sabe que hasta que no recoja la cosecha nada está seguro, Alfredo cree que hacerse ilusiones con los tractores Oggún es muy prematuro “porque ni siquiera está confirmado que podrán hacer la fábrica” y “eso solo lo dirá el tiempo”.

El aumento de la producción de alimentos es una prioridad para el Estado, para sustituir importaciones y satisfacer la demanda. El desabastecimiento y la consecuente alza de los precios genera controversias de todo tipo, pero en algo todo el mundo se pone de acuerdo: la solución es producir más y para eso no basta con la voluntad, hacen falta herramientas. Los agricultores necesitan mejorar sus recursos y comercializar tractores pone a prueba viejos prejuicios gubernamentales; enfrenta al campo cubano, detenido en el siglo veinte, con la modernidad que necesita.

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