La traición ciudadana
Cada vez con más frecuencia, los cubanos elegimos para autodefinirnos ese sustantivo que durante tanto tiempo arrastró una carga peyorativa: ciudadano.
Ya en 1973, en el filme El hombre de Maisinicú, del cineasta Manuel Pérez, escuchamos a Sergio Corrieri responder ofendido a un agente del orden: “ciudadano no, sino compañero”, pues el término se tomaba como una ofensa por todos aquellos que se negaban a aceptar el distanciamiento que implicaba. En un país donde “todos estamos dispuestos a morir por la misma causa”, en una nación en la que “todos somos uno en esta hora de peligro”, la autoridad llama ciudadano al presunto criminal y “compañero” al que ayuda a su captura. Pero una cosa bien distinta es tomar distancia desde el poder -cuando el policía llama ciudadano a la persona que requiere- y otra hacerlo desde la ciudadanía si una persona se auto titula de esa forma para reclamar sus derechos. Entre hermanos, entre compañeros, entre los miembros de una pareja donde reina la indivisibilidad, es casi de mal gusto estar hablando de derechos. Sólo siendo conscientes de la separación se puede reclamarlos sin sentirse culpable.
En medio de la perenne provisionalidad en la que hemos vivido siempre, se ha apelado a “este minuto histórico que vive nuestra patria” para exhortar al olvido momentáneo de los derechos y a prestarle más atención al cumplimiento cabal de los deberes. Esta incitación solo cabe entre camaradas juramentados en una causa, entre dirigentes y dirigidos, pero resulta, al menos inapropiada, en la relación entre gobernantes y ciudadanos. Sobre todo si los gobernantes están obligados a rendir cuentas de su gestión y los ciudadanos tienen la potestad de cambiar a sus gobernantes cuando éstos no cumplen.
Obviamente existe una enorme diferencia entre declararse ciudadano y exponerse como opositor. Pero para los fundamentalistas –con su estrecha concepción- esta toma de distancia, esta desvinculación del “nosotros” en la que tomamos conciencia de nuestra identidad ciudadana para reclamarle algo a ese poder a quien colocamos en la tercera persona es, en fin de cuentas, un acto de traición.