Elogio de Dick Tracy
Santa Clara/Soy un fan de las historias de superhéroes. Pero independientemente de mi gusto personal, también creo que esa subcultura ha sido vital en el mantenimiento del orden social, sobre todo en las sociedades cada vez más complejas en que vivimos en occidente. Decía Voltaire que si no hubiera, Dios habría que inventarlo. En el mismo sentido, afirmo que sin Batman, Flash Gordon o Superman, el mundo en que vivimos sería únicamente una quimera en la mente de los hombres amantes del orden y de la libertad.
Mencionaré un ejemplo. En medio de la Depresión, muchos niños y jóvenes americanos se sentían atraídos por personajes como Ametralladora Dillinger o, en general, por cualquier hampón del barrio. El que en unos pocos años el paradigma de los chicos de la Unión hubiera dado un giro de 180 grados se debe en no poca medida a Dick Tracy y a toda una generación de superhéroes que, en las postrimerías de los años 30, combatieron a la barbarie en los imaginarios colectivos. Es bueno que los cubanos pensemos en esto ahora que en nuestro país los capos o los presidiarios se convierten en los modelos a imitar no solo por las nuevas generaciones.
La idea de que nuestra civilización descansa sobre sólidos cimientos es una ilusión más. En realidad, lo que nos separa del caos es muy poco, y, lo peor, no nos queda muy claro a qué aferrarnos o, por el contrario, sobre qué podremos deslizarnos en su dirección. No solo el sueño de la razón ha producido monstruos. El siglo XX da buena cuenta de que ella misma, en estado de vigilia, los ha creado. Los muy racionales campos de exterminio nazi o el comunismo implantado sobre la base de una racionalidad son buenos ejemplos.
Aferrarnos a un sencillo marco de virtudes y de leyes morales parece ser nuestra única posibilidad de no recaer en la barbarie que se agita bajo el delgado barniz de civilización: No matarás, no robarás, no mentirás... Toda la civilización descansa, más que sobre sus valores materiales, sobre una serie de valores imaginarios que nos permiten confiar los unos en los otros. La ecuación es esta: valores establecidos que justifican nuestro confiar en los demás, igual a sociedades cada vez más complejas que a su vez multiplican la riqueza material.
La ecuación es esta: valores establecidos que justifican nuestro confiar en los demás, igual a sociedades cada vez más complejas que a su vez multiplican la riqueza material
Los superhéroes comparten esas virtudes tan necesarias y respetan a capa y espada las leyes morales. Se convierten así en privilegiados transmisores de los imprescindibles fundamentos ideales de la civilización, sobre todo para las nuevas generaciones. Aunque ningún ser humano real sea capaz de actuar como Dick Tracy, e intervenir siempre en contra de los que violan la ley a despecho de las posibles consecuencias, lo cierto es que el condicionamiento ha quedado para toda la vida en la conciencia del adolescente que ha crecido siguiendo las historietas del superhéroe que enfrenta al hampa y sus anti-valores. Estos últimos ya nunca serán los suyos. Aun si llegara a asumirlos por especiales circunstancias posteriores, nunca se sentiría a gusto en ellos.
Hay algo más en los superhéroes que es vital para el mantenimiento de nuestras complejas sociedades. Productos por antonomasia de repúblicas madisonianas, de Politeias en la clasificación aristotélica, los superhéroes son seres atormentados, que se mueven entre una imperiosa necesidad de cumplir con unos deberes que justifiquen sus existencias y un escepticismo crónico, que los lleva a dudar de esos propios marcos en que se justifican a sí mismos. Esta complejidad y consecuente tensión no tiene solo una función dramática. Es, por ejemplo, la razón de la diferencia entre él y el héroe liberador del latinoamericano promedio (Super-Zapata o Super-Chávez o Super-Fidel). La que lo constituye en un protector de esas mismas formas sociales complejas que hoy constituyen nuestra civilización occidental, y no en un reformador que pretende retrotraerlas a estadios que, en el presente, solo se nos pueden aparecer como barbáricos.
En fin, en un demócrata.