El Héroe
Santa Clara/Este 26 de marzo murió en mi pueblo, Encrucijada, Rafael Rodríguez González, Rafelito, como todos los que nos honrábamos con su amistad lo llamábamos. Siguió a su esposa, Caridad, que había fallecido a finales del año pasado, y con quien llevaba más de 60 años de casado. Sobrellevaban su vejez gracias a la ayuda de sus hijos y a un pequeño negocio de venta de dulces y confituras, con el que mantenían su único lujo de nonagenarios, el café.
Muy pocos hombres se atreven a salirle al paso a esas aterradoras bestias, las masas, cuando se encabritan por el miedo y por las malas artes de alucinados y pícaros. Rafelito era uno de ellos. Uno de esos héroes anónimos que a ratos el desencanto nos hace creer que solo existen en la ficción, pero que están ahí, a nuestro alcance, tras la puerta, al doblar la esquina o junto a nosotros en la guagua, y que para percibirlos solo no debemos dejar que los sentidos se nos atrofien.
Transcurría abril o mayo de 1980. La Maestra Delfa, enamorada y en consecuencia decidida a dejar el país por seguir a su esposo, intentaba escapar del pogromo habitual. Eran días de infamia, con que un poder de odio alimentaba los bajos instintos de sus seguidores, o de quien simplemente ansiara divertirse. Un grupo de energúmenos hacían correr de un extremo al otro de la cuadra a quien les había enseñado las primeras letras. En una esquina el teniente Talavera y el cabo Habichuela reían la gracia, y la amparaban.
Todas las puertas se cerraban al paso de la mujer y de la horda. Hasta que de repente, insólitamente ágil a sus casi sesenta, Rafelito apareció en medio del auto de fe, tomó del brazo a la mujer y la metió en su casa. Ya repuesta de la sorpresa la horda apedreó la casona e intentó forzar la puerta. En la esquina, Talavera no dejaba de lanzar improperios contra el "gusano de mierda", y si él mismo no echo la puerta abajo fue por la orden terminante que se le había dado: no podía intervenir de ninguna manera, a menos que se atacara a los revolucionarios.
A partir de entonces él y su familia se convirtieron en apestados sociales. Por orientación directa del primer secretario del PCC del municipio
Lo peor estaba por venir para Rafelito. A partir de entonces él y su familia se convirtieron en apestados sociales. Por orientación directa del primer secretario del PCC del municipio, según me confesó una secretaria muchos años después, el CDR en pleno se centró en repetir casi detalle por detalle el acoso que vive la familia de Batiste en la novela La Barraca de Vicente Blasco Ibáñez.
Se llegó tan bajo como a poner a la esposa del hijo mayor en la disyuntiva de divorciarse de su marido o dejar la UJC. Ella, algo no tan fácil entonces, escogió dejar una organización tan indigna. Su esposo, maestro, perdió su trabajo, y pasó buena parte de los ochentas antes de que consiguiera otro. En cuanto a Rafelito, a las puertas de los sesentas, lo retiraron casi de inmediato con una pensión de miseria.
Rafelito o Caridad pudieron haberse ido, pero nunca lo hicieron. Amaban demasiado la tierra en que habían nacido y en que siguieron siendo felices aun en medio del odio, la necesidad y la cobardía. "No era yo quien tenía que irme", me decía de cuando en cuando.
Los recuerdo, a Rafelito y Caridad, ya casi sordos, sentados en la sala de su casa, mientras me pasaban algún saludo para mis padres y algún que otro recado-"dile a Joseito (o a Zoilita) que nos mande un poco de café". Monumentos a la grandeza humana, a quienes el sarmiento de los años no consiguió nunca borrarles la textura de mármol o bronce en la piel y el brillo de los ojos. Héroes que no deben quedar en el anonimato, ahora que juntos se han ido, si a algún lugar, adonde van los buenos.
Ojalá algún día podamos ir a saludarlos allí.