Martí y su mito
Santa Clara/De la interpretación de un hecho histórico significativo en la historia de una nación puede muy bien concluirse la orientación política de los interpretadores. Aquí tenemos esta fecha, el 24 de febrero de 1895, el día en que nuestros ancestros se fueron por última vez a la manigua, para hacer de Cuba una nación independiente y democrática, en que la soberanía perteneciera a todos y cada uno de quienes se aceptasen cubanos.
Este hecho puede ser interpretado de dos maneras radicales: a la fascista, como triunfo de la voluntad del pueblo cubano, encarnado en José Martí, en la consecución de un supuesto destino teleológico, o a la marxista, como el resultado de las contradicciones económicas entre los intereses nacionales cubanos y los de España, que generaba el hecho de que la economía de la colonia se encontraba ya para la fecha integrada en la de su vecino inmediato, los EE UU, y no en la de su distante y pobretona metrópoli.
De más está decir que la interpretación oficial del régimen castrista, y de la que no se atreven a alejarse aún los historiadores heterodoxos residentes en la Isla, es la primera. Lo que se entiende, ya que el régimen castrista se presenta a sí mismo como la culminación de ese pretendido destino teleológico, y a Fidel Castro como la reencarnación de José Martí.
No obstante, preguntémonos: ¿tenía Martí tanta influencia en el interior de la Isla como para arrastrar a los cubanos a la guerra del 95?
La respuesta es no. A Martí no se lo publicaba al interior de la Isla, salvo en una o dos ocasiones y nunca en el periodo en que preparaba la guerra en sí. Por otra parte, la vigilancia española en las aduanas era especialmente cuidadosa en impedir la entrada de cualquier escrito suyo, y en ello parece haber sido bastante eficiente. Debemos entender que si hoy que tenemos radio, internet, memorias USB, un por ciento enorme de cubanos no conocen ya no a sus propios disidentes, sino incluso a figuras destacadísimas del pensamiento mundial, cuyas visiones no coinciden a plenitud con las del régimen castrista, ¿qué cabría esperar en los tiempos de Martí, en que incluso una mayoría de los cubanos era analfabeta?
De otra parte, para muchos de los que sí lo conocían, su proceder político en particular, y en general su persona, eran vistos con suma suspicacia. Por ejemplo, para cubanos de buena ley, como Manuel Sanguily, Gerardo Castellanos o Enrique José Varona, lo que los llevaba a, de cierta manera, cooperar con el gobierno español en su campaña de silenciamiento e invisibilización.
José Martí era, a no dudarlo, un perfecto desconocido para la absoluta mayoría de quienes residían en la Isla en 1895.
Creer, además, que desde los EE UU consiguió preparar al interior de la Isla la eficiente conspiración que se pretende organizó, va contra nuestra propia naturaleza de cubanos. ¿Cómo es que nadie antes o después ha conseguido hacer ni de lejos lo que supuestamente logró él?
Lo cierto es que el alzamiento del 24 de febrero tuvo otros motivos más concretos que la verba de Martí, o su indiscutible genialidad política. Motivos más bien económicos.
Dos años antes, en 1893, una crisis económica se abatió sobre los EE UU y poco después sobre Cuba. Para empeorar la situación todavía más, al año siguiente España reinstauró el sistema de derechos aduanales que favorecía el dominio monopólico del mercado insular por los comerciantes de la península. Esto encareció considerablemente el costo de la vida en Cuba. Al impedirle a sus habitantes abastecer sus necesidades en el muchísimo más barato, bien surtido y cercano mercado de los EE UU, y obligarlos a tener que hacerlo en el ineficiente, lejano y caro de la metrópolis.
Por otra parte, la para nada nueva actitud de España provocó que la llamada Bill McKinley, que en el caso cubano declaraba libre de derechos la entrada de sus azúcares crudos a la Unión Americana siempre y cuando Cuba reciprocara en sus aduanas un trato preferencial a muchos de los productos americanos, quedara en “el aire”. Esta ley había permitido que se disparase la hasta ese momento estancada, e incluso en peligro, industria azucarera cubana, amenazada por el boom europeo del azúcar de remolacha.
Téngase en cuenta que si en los 1880 solo cuatro zafras cubanas habían superado las 600.000 toneladas, tras la aprobación de la Bill y aun antes del establecimiento posterior por España de una especie de precario Acuerdo de Reciprocidad, lo producido llegó en 1891 a más de 800.000 toneladas. Y ya con los acuerdos en vigor, la producción azucarera en Cuba alcanzó las 976.960 toneladas en 1892 y en 1894, a pesar de la crisis, rebasó por primera vez en su historia la marca del millón.
Así, de repente, tras años de incremento constante del nivel de vida de todas las clases de la Isla, y sobre todo, de acciones del gobierno español que permitían abrigar cierto optimismo en las posibilidades de la economía cubana, aun sin abandonar la soberanía española, la más completa desilusión se abatió sobre Cuba. Resultaba evidente que sin acceso al mercado americano las posibilidades de vender los azúcares que se produjeran en la zafra de 1894-1895 eran muy pocas. Ni pensar en colocarlos en España, con su consumo insignificante. En cuanto a Europa, allí la remolacha imperaba hasta en la misma Gran Bretaña, donde no se producía.
En concreto, los cubanos de las clases medias o pobres se encontraron en la segunda mitad de 1894 ante una situación asfixiante: por un lado, el monopolio español llevaba los precios de lo más básico a las nubes, y por otro, la inexistencia de mercados para el azúcar, que obligaba a rebajar drásticamente el monto de la zafra, recortaban los salarios con que deberían enfrentarse a esa situación.
Escuchemos interpretar la situación del momento a Philip S. Forner, en su Historia de Cuba y sus relaciones con los Estados Unidos, libro que con tanta prolijidad ha publicado la Cuba de Fidel: “Pero el efecto más importante de la crisis económica que sufrió Cuba en el invierno de 1894-1895 fue el de traer a plena luz todos los problemas políticos y económicos que desde tan largo tiempo atrás venía sufriendo Cuba a manos de España: contribuciones agobiantes, abrumadora deuda colonial, exclusión de los cubanos de las posiciones gubernamentales, prácticas económicas discriminatorias, trato arbitrario de las personas y las propiedades, y falta de libertad de prensa, de palabra y del derecho de reunión”.
Un número cada vez mayor de cubanos empezó a convencerse de que la idea de que España otorgaría a Cuba todas las concesiones necesarias con solo que Cuba se apartara de la vía insurreccional no pasaba de ser uno de tantos casos de “pensar como querer”. Un número cada vez mayor de cubanos escuchaba con ansia los rumores de que los revolucionarios emigrados estaban prontos a “desplegar el estandarte de la rebelión”.
Fue, por ejemplo, infinitamente más determinante que la prédica de Martí, el acuerdo que en noviembre de 1894 tomaron los hacendados de Oriente de rebajar los jornales que pagarían en la zafra por comenzar. Si tantos miles de hombres de campo de esa provincia se alzaron entre febrero y marzo de 1895, incluso cuando su jefe natural, Antonio Maceo, no había puesto todavía un pie en ella, en muchísima mayor medida se debió a acuerdos como el mencionado que a los que se tomaban en la migración.
No dejemos tampoco de lado un hecho significativo que suele ignorarse en casi todas nuestras historias: en la Cuba de los noventa del siglo XIX, España ya no tenía el apoyo ni de la plutocracia peninsular establecida en la Isla, que desde el llamado Movimiento Económico se había pasado a la idea anexionista. Y es que hasta para ellos la dominación española ya no tenía futuro en Cuba.
Pero si José Martí no fue en realidad quien llevó a los cubanos a la guerra, sin embargo sí resultó determinante en el modo en que salieron de ella.
Su no premeditada caída en Dos Ríos trocó los caminos de nuestra historia a fines del siglo XIX. Si la clara incapacidad de la Isla para la autarquía económica, sumada a su extrema vecindad al Monstruo Americano, hacían pensar a casi todo el que tuviese un poco de sentido común, sobre todo en Hispanoamérica, que Cuba debería gravitar necesariamente hacia su incorporación a los EE UU, el súbito descubrimiento que tuvo el pueblo cubano del apostolado que este hombrecito nervioso había llevado por la causa de su independencia, no le dejó a Cuba otro camino posible que el de la independencia.
Su caída en Dos Ríos no tardó en comenzar a distorsionar nuestra historia. Fue un Martí que se agigantaba más y más desde el 19 de mayo quien impuso poco después en el Jimaguayú su solución civilista a Antonio Maceo.
Aquel mediodía de hace 120 años pasó en realidad que Martí le cambió el carácter a una guerra que él había iniciado, es cierto, pero a la que sus compatriotas se habían ido en su gran mayoría sin conocer de él. Después de su caída, sin embargo, no hubo posibilidad de seguir los caminos lógicos que la economía dictaba. Si solo miramos nuestra historia desde lo económico, podría parecernos que esa guerra entre la Bill McKinley y el Tratado de Reciprocidad de 1903 solo funcionó como un recurso extremo para acabar de librar a la economía cubana de la traba española, y legalizar de ese modo nuestra dependencia del “Monstruo Americano”.
En parte fue así, pero en su desarrollo nació y comenzó a crecer un mito fundacional de nuestra nación, un mito sumamente eficiente para mantener a la Isla independiente y soberana: el de Apóstol de nuestra independencia, José Martí.