Raúl Suárez, el Bueno
Santa Clara/Hacía mucho no me sentía tan mal en ninguna de las actividades culturales o académicas a que suelo asistir, como en una “conferencia” que el señor Raúl Suárez tuvo a bien ofrecernos a los villaclareños el año pasado, con motivo de las jornadas contra el racismo que promueven la Comisión Aponte y la UNEAC.
Nunca me han caído muy bien los excesos de sentimentalismos. Mal que bien soporto que me manipulen sentimentalmente en mis relaciones íntimas (es parte inseparable del juego amoroso), paso cuando algunos directores de cine lo hacen con mucho arte y sobriedad, lo admito a regañadientes en una obra escrita, pero es su uso en la política el que consigue que mi tolerancia se agote por completo.
Los sentimientos son el origen último de nuestra actividad. Pero sacarlos a colación en nuestro trato interpersonal, más allá de la limitadísima esfera de nuestras personas queridas o amadas, solo genera trastornos en la convivencia humana. Incluso resulta profundamente dañino cuando en esa reducida esfera de nuestras personas más próximas no relegamos de cuando en cuando lo emocional y nos sentamos unos y otros a analizar con frialdad aspectos puntuales de nuestras relaciones.
Invocar los sentimientos en nuestras relaciones con ese ingente sector de la humanidad más allá de lo que nuestros afectos reales, y no sus abstracciones, suelen llegar en realidad, y con el que necesariamente tenemos que interactuar en la sociedad extensa, gústenos o no, solo trae a la larga incomunicación… en el mejor de los casos. Más allá de cierto horizonte no muy apartado los sentimientos impiden la consensuación y la transacción, bases únicas de una fructífera y no alienante relación entre individuos no vinculados por fuertes lazos afectivos. Lo impiden por la simple razón de que el que marca su relación con el otro solo desde sus sentimientos, necesariamente se coloca en una posición de superioridad, de autoridad moral: yo siento esto bonito y enorme por ti, ergo, como soy tan bueno, tan superior, tengo derechos sobre tu persona (que vaya a saberse que siente).
Invocar los sentimientos en los amplios espacios humanos suele prestarse para que algunos que se creen superiores por la nobleza de sus sentimientos hagan de nosotros, o nos hagan hacer, lo que de otra manera no conseguirían que hiciéramos. Sobre todo cuando esos algunos son maestros en manipular incluso sus propios sentimientos.
Pensaba en todo esto, bastante indignado, mientras el señor Raúl Suárez moqueaba y perdía la voz de continuo, atragantado por las lágrimas, en el estrado del salón de la UNEAC que él había convertido en púlpito húmedo de mocos y babas.
A la salida mi acompañante, psicóloga, me comento que aquello no era más que histeria de viejo al que ya nadie le hace caso en casa. Para mí, sin embargo, la explicación no podía ser tan naif. Acababa de asistir no a una perreta, sino a algo muchísimo más reprobable: a la descarada manipulación de los sentimientos de una audiencia con el prosaico objeto de proteger los intereses del manipulador, y de los grupos con que los comparte.
En general pueden descubrirse dos grandes objetivos en el discurso santaclareño de Suárez (nada que ver con el filósofo español): atacar de manera sutil a la Iglesia católica, y legitimar al régimen cubano como el único protector de negros y pobres.
Para atacar a la Iglesia, y darse de paso sus aires de contestatario, echo mano de Moreno Fraginals y su monumental El Ingenio. Mas a pesar de que se explayó con su voz quebrada, por la emoción y los abundantes fluidos de sus mucosas, en la actitud de la Iglesia Católica ante la esclavitud en Cuba, eludió mencionar la para nada beatífica actitud de los bautis tas y sus antecesores, su denominación religiosa, ante el mismo fenómeno en los EE UU y el Caribe.
La puya final tuvo como destino las estructuras del partido allí presentes: les recordó como los anabaptistas, ciertos remotos antecedentes de su denominación religiosa, fueron tempranamente adoptados por Engels dentro de la tradición marxista en su Guerras Campesinas en Alemania. Con lo que a su vez quería establecer un contraste con la Iglesia Católica, a la que el régimen ha llegado a cortejar en los últimos años de una manera que él siempre deseo se le destinara a su Consejo de Iglesias, y que ciertamente, no cuenta con semejante espaldarazo marxista.
Lástima, sin embargo, que la puya pasara inadvertida para los compañeros del partido presentes. Incluido el Ideológico Provincial, que de tanto trabajo y sacrificio por la Revolución nunca ha tenido ni tan siquiera tiempo de enterarse de que tal libro de Engels haya sido escrito.
Defender al régimen, más bien legitimar su necesidad histórica, pretendió lograrlo Suárez al traer desde los ya remotos años treinta y cuarenta del siglo pasado el solar de su niñez y juventud. Debo advertir que si se obviaban sus histrionismos evidentes, y que tan bien han sabido cultivar últimamente los pastores carismáticos, solo quedaba de su discurso un conjunto de experiencias que muchísimos cubanos experimentamos hogaño en nuestros lugares de residencia. Hacinamiento, carencia de agua potable, peligros de derrumbe, hedores a cochiquera, desayunos inexistentes y semanas sin carne son hoy mucho más comunes que en los tiempos en que Raulito, de pantalones cortos, se escapaba con sus amiguitos negros a bañarse en un charco, dada la imposibilidad de hacerlo en las playas privadas -¿o más bien el capricho de no visitar las muchas que no lo eran?
Lo que me aterró, sin embargo, vino a suceder cuando aparte mi atención del mentalista y la dirigí a quienes me rodeaban: salvo mi acompañante y yo, los demás asistentes, incluidos cuadros del partido, segurosos de turno, académicos e intelectuales, e incluso más de uno sin un techo propio, todos habían caído hipnotizados por el pequeño hombrecito de espejuelos empañados y guayabera babeada. Pequeñajo que, consciente de su efecto, ya había perdido toda medida y nos regalaba un sermón a la manera bautista, inspirado en Martin Luther King Jr. y sus luchas.
Al final el delirio se liberó con todo el público de pie, aplaudiendo con frenesí. Excepto, por supuesto, mi acompañante, que aunque de pie, aplaudía por cortesía, y mi persona, que aunque no soy dado a parecidos desplantes no pude más que permanecer sentado y con los brazos cruzados sobre el pecho. Y es que acababa de constatar que los cubanos parecemos no aprender de nuestros errores, y que todavía echar mano de la sensiblería es el mejor modo de hacer política en este país.