Revolución y República, una coyuntura para el recuento
Santa Clara/En la primera quincena de agosto de este año la Revolución alcanzó a cumplir el mismo tiempo que nos duró la República: 56 años, 7 meses y unos 11 días. Aunque pasara desapercibido entonces, no creo que deba dejarse ir este 2015 sin aprovechar esta coincidencia para comparar el desempeño de uno y otro fragmento de nuestra vida como nación independiente. Para comprobar, en definitiva, si es cierta la absoluta superioridad que pretenden algunos tuvo el segundo período referido.
República y Revolución comenzaron desde muy diferentes puntos de partida. La primera encontró, a su advenimiento, el 20 de mayo de 1902, un país que poco a poco salía de la ruina y devastación en que lo había dejado la Guerra de Independencia. Si durante la última zafra antes del 95 el país produjo 1.004.264 toneladas de azúcar, en 1901-1902 esta cantidad se redujo a 863.792 toneladas, a pesar del extraordinario esfuerzo de recuperación económica durante la primera ocupación americana y el evidente hecho de que los mambises no consiguieron causar más que daños menores a la base industrial azucarera(en 1900 fue de solo 283 651 toneladas). Para la ganadería, otro de los importantes rubros de la economía colonial, la reducción sí fue catastrófica, si nos atenemos a las casi 2.500.000 cabezas de ganado con que contaba la Isla en 1891 y que se habían reducido a poco menos de 300.000 en 1899.
Por otra parte, si tomamos en cuenta la tendencia de crecimiento de su población en los 30 años anteriores al último censo colonial, el de 1887, Cuba debió rondar en 1899 alrededor del 1.750.000 habitantes. La cifra real fue sin embargo algo inferior a la de 1887, ya que del 1.631.687 de este año se pasó a 1.572.797, lo que equivale a una pérdida humana de aproximadamente 177.203 habitantes. O sea, que a consecuencia de la Guerra de Independencia, pero también de la desindustrialización tabacalera del primer lustro de los 90 que obligó a emigrar hacia EE UU a no pocos trabajadores de las fábricas de esta industria, Cuba perdió algo más de un décimo de la población que debió tener para 1899. Quizás una cifra no tan aterradora como la que algunos historiadores cubanos han fantaseado solo a consecuencia de la reconcentración de Weyler (política llevada a cabo por el general durante el levantamiento independentista consistente en agrupar y aislar a los campesinos insurrectos), pero con todo suficientemente grande como para hacernos entender la medida del desastre en general con que se encontró la República a su advenimiento, y que ese violento retroceso demográfico explicita como nadie.
A consecuencia de la Guerra de Independencia y la desindustrialización tabacalera, Cuba perdió algo más de un décimo de la población que debió tener para 1899
La situación que encontró la Revolución –la que dejó la República– fue muy diferente.
En 1959 la situación económica cubana era incomparablemente mejor que la de 1902. La industria azucarera producía como promedio unos cuatro o cinco millones de toneladas de azúcar, parte de los cuales destinada al mercado seguro en los EE UU, y a precios preferenciales (en 1959, a pesar de la supuesta animosidad americana inmediata hacia la Revolución, fueron más preferenciales que nunca antes). En cuanto a la ganadería, pastaban por los campos de la Isla más cabezas de ganado vacuno que ciudadanos tuviera la República: unos seis millones y medio de ellas.
La República, con sus altibajos, lo había hecho moderadamente bien. No había conseguido resolver todos los problemas nacionales, contemporáneos o por venir y para siempre jamás, como por cierta deformación inherente a nuestro imaginario nacional tendemos los cubanos a pretender usar como criterio de validez de un desempeño en estas esferas, pero había echado adelante al país en medio de una coyuntura no siempre favorable que incluyó la crisis más profunda que haya sufrido el mundo a posteriori de la Revolución Industrial.
Téngase en cuenta que durante los poco más de 56 años que duró la República la población de la Isla aumentó en más de cuatro veces y media. Esto fue posible porque, aun con sus deficiencias y retrocesos, la economía cubana del período fue capaz de asumir este explosivo aumento humano. Además, se dio tanto gracias a la natalidad natural y a la inmigración como a un prolongamiento significativo de la esperanza de vida del cubano. Esta pasó de unos 38 años en 1900 a 61,2 en 1959, un aumento de 23 años, superior a los 17 del período revolucionario.
Durante los poco más de 56 años que duró la República la población de la Isla aumentó en más de cuatro veces y media
En general, durante la República mejoró toda una serie de indicadores de vida básicos, desde la mortalidad, que resultaba elevadísima a fines del siglo XIX, hasta el grado de escolarización, pasando por el índice de médicos por habitante, el número de líneas telefónicas y de aparatos de radio y televisión. El grado de alfabetización, por ejemplo, que en 1887 era de 35,1% solo para el privilegiado estrato blanco y de 11,7% para las demás razas, había pasado a ser de 77,2% en el último año del período republicano, muy superior al del resto de Latinoamérica y solo a la zaga de Argentina y de Costa Rica. En cuanto a la natalidad, sorprende que los bajos índices de la misma, que hoy se le intentan achacar a la Revolución y solo a ella, ya se daban para el lustro 1950-55: por entonces, Cuba exhibía una tasa bruta de natalidad de 29,7%, mucho más próxima a las regiones desarrolladas, donde era de 22,7%que al 42,9% de las menos desarrolladas (en América Latina era de 42,4%).
Sin embargo, la situación, aunque algunos hoy la califiquen como de previa a un salto al desarrollo, mostraba una seria traba –aunque para nada insuperable–: si la República había surgido con un modelo económico todavía por aquel entonces viable, que "caminaba por sí solo", ya no ocurría lo mismo hacia su última década. Y el problema se arrastraba desde incluso antes del crack de 1929.
La innegable realidad era que la economía cubana, basada en la exportación de grandes cantidades de azúcar crudo a precios preferenciales hacia los EE UU, ya no aseguraba los niveles de prosperidad a que históricamente se había acostumbrado el cubano, y mucho menos los aseguraría en el porvenir.
Esta aguda problemática se percibe en las diferencias de ingresos entre el campo y la ciudad, y sobre todo entre el obrero industrial azucarero y el jornalero agrícola. Estas diferencias se conservaban a contrapelo del espíritu solidario que se había impuesto en Cuba tras la Revolución de 1930. Porque a pesar del interés general de la sociedad cubana por mejorar las condiciones de vida de todos los habitantes de la Isla, que condujo a que el obrero industrial cubano alcanzara la más favorable participación en el producto de la nación en toda Latinoamérica, resultaba imposible hacer lo mismo con el jornalero agrícola azucarero, los llamados macheteros. Haber elevado los salarios de dicho sector habría significado hacer inviable una agroindustria azucarera que ya funcionaba cerca del límite en cuanto a costos de producción (como el gobierno revolucionario comprobó muy pronto en los primeros años de la década de los 60).
Es necesario tener muy presentes esta circunstancia del agotamiento del modelo económico para analizar con alguna imparcialidad los desempeños de ambos períodos de nuestra vida independiente.
La Revolución podía haber justificado su lugar en nuestra historia si desde el aparato del Estado hubiese encontrado caminos realistas a nuestra economía
La República encontró un país que salía de las ruinas de la Guerra de Independencia, y en general de las incontables trabas que al desenvolvimiento económico cubano le imponía la administración española de la Isla. El modelo azucarero establecido unos 100 años antes no solo tenía posibilidades de crecimiento todavía, sino que estas superaban a las que ya antes había tenido. Lo mejor del azúcar estaba por venir, y no había que hacer mucho, solo laissez faire. El milagro económico cubano de los primeros lustros del siglo XX fue consecuencia de ese dejar hacer a unas posibilidades que estaban allí, y que en la nueva circunstancia "caminaban solas".
La Revolución podía haber justificado su lugar en nuestra historia si desde el aparato del Estado hubiese encontrado caminos realistas a nuestra economía, a la manera que después se hizo en el sudeste asiático, o que por entonces comenzaba a hacerse en la España de Franco, caminos que garantizaran los niveles de prosperidad a que los cubanos se habían acostumbrado a lo largo de los siglos.
No ocurrió así, y en lo fundamental se debe a que para quienes se hicieron por completo con los destinos del país en 1959, la economía no era lo principal y ni siquiera estaba entre la primera fila de los aspectos secundarios a tener en cuenta. Que en su primera etapa (1959-1972) la Revolución se concibiera como una cruzada que pretendía disputarle el dominio del hemisferio a los americanos, y en la segunda desde 1972 solo se interesara por perdurar ad aeternam, sin poner en peligro los inseguros equilibrios sobre los que se sostenía de modo precario, explican que al contrario de la República, durante todo su período la balanza comercial haya sido desfavorable para el país.
En realidad la economía cubana durante el período revolucionario no intentó recuperar los caminos bosquejados durante nuestra última administración democrática, que habían sido pervertidos por el latrocinio batistiano. Contrariamente a lo que había propuesto la corriente de pensamiento republicano de la que decía descender, la Revolución no hizo más que empeñarse en mantener a ultranza el modelo previo ya desgastado, y que en cuanto a posibilidades ya estaba muerto para 1972.
Como nunca antes en toda su historia, en los 80 Cuba fue un país mono-cultivador-exportador y dependiente de una metrópolis económica: la URSS. Durante esa década, anualmente se producían como promedio siete u ocho millones de toneladas de azúcar sin refinar, de las cuales al menos un 40% o 50% encontraban mercado seguro en la URSS, que la pagaba a precios cuatro y cinco veces superiores a los del mercado mundial.
Si la República nos llevó a tener un producto interno bruto superior a España, Italia o Japón en 1956, y a situarnos entre las cinco naciones de mayor desarrollo humano en el hemisferio, en la actualidad nos encontramos entre las nueve más pobres
Pudo hacerlo porque en el fondo el verdadero modelo económico revolucionario –al menos a partir de los acuerdos de las navidades de 1972, que Fidel Castro cabildeó durante una larga estancia previa de dos meses en la URSS– no fue otro que el de poner en explotación económica nuestra vecindad extrema con los EE UU. En esencia, si antes de esa fecha la Revolución vivió de gastar alegremente el capital que le había dejado la República en cuanto arbitrio y disparate tuvo a mal ocurrírsele al Comandante, a partir de ella la precaria subsistencia económica durante el período revolucionario se ha conseguido sobre el expediente de subastar a Cuba como el aliado ideal de todo aquel que tuviese cuentas pendientes con Washington, y que de paso contase con la posibilidad de financiar el a-economicismo revolucionario.
La anonadante consecuencia de usar la política como sucedáneo de la economía es que a 57 años casi de la entrada de Fidel Castro en La Habana Cuba presenta la situación económica más catastrófica de su ya larga historia. Si la República nos llevó a tener un producto interno bruto superior a España, Italia o Japón en 1956, y a situarnos entre las cinco naciones de mayor desarrollo humano en el hemisferio, en la actualidad nos encontramos entre las nueve más pobres. Es así incluso usando para la comparación los valores de producto interno bruto per cápita ofrecidos por el mismo Gobierno revolucionario, de los cuales no solo cabe temerse la inherente tendencia a la manipulación de las cifras, sino también su incapacidad de conocer las reales: un país que funciona casi por completo "por la izquierda", en una enorme zona gris que es la que en realidad le da de comer a la mayoría de los hijos de una patria que alguna vez fue muy próspera.
Sin embargo, no es tanto en realidad un problema de cifras actuales, sino de posibilidades futuras. Por primera vez en su historia, la nación carece de un modelo económico real presente. La élite castrista ha llegado a un punto en que con su acercamiento a los EE UU, al eliminar por lo tanto la posibilidad de explotar económicamente el diferendo con aquel país, pero a la vez con su clara comprensión de que cualquier reforma verdaderamente efectiva pone en peligro los inseguros equilibrios sobre los que se asienta su precario poder, está conduciendo inexorablemente al país a un explosivo callejón sin salida.