Aeropuertos cubanos: el nudo en el embudo

Yoani Sánchez

17 de noviembre 2013 - 16:53

Torre del Aeropuerto Internacional José Martí

La gente se apiña, el calor es sofocante y algunos llevan en sus manos carteles con nombres. Acaba de aterrizar en el Aeropuerto Internacional José Martí el vuelo proveniente de Madrid, donde arribarán turistas y muchos nacionales radicados en la Península. Cada uno de ellos debe esperar entre cuarenta minutos o una hora –como mínimo- para finalmente atravesar la puerta de salida. El de La Habana, es uno de los aeropuertos más lentos del mundo, de los peor iluminados y de los que exhibe menos servicios para el viajero.

En un país que recibe casi tres millones de turistas al año, la actualización de sus instalaciones aeroportuarias resulta vital para la economía. Si estos sitios no alcanzan los estándares internacionales, es poco probable que la Isla pueda asumir –a corto o mediano plazo- más visitantes. Consciente de sus grandes deficiencias, ECASA (Empresa Cubana de Aeropuertos y Servicios Aeronáuticos S.A.) ha empezado un proceso de remodelación de algunas de sus salas de arribo y de partida, pero el problema necesita algo más que ajustes y rediseño. Sus limitaciones principales no están sólo en el orden material, sino también en los excesivos controles, en las carencias de confort y en la actitud de sus empleados.

Áreas de salidas, entre restricciones e insuficiencias

Áreas de salidas, entre restricciones e insuficienciasAlina ha llegado al aeropuerto habanero con tres horas de antelación, pero puede que no sea suficiente. Sólo podrá hacer check-in en el mostrador de la aerolínea, pues no existen las máquinas para que realice ese trámite de forma autónoma. Tal limitación alarga las filas de espera, ralentiza todo el proceso de obtener el pase de abordar (boarding pass) y da esa imagen de salón siempre abarrotado que caracteriza al Aeropuerto José Martí.

Viajera frecuente a España, gracias a su nuevo pasaporte comunitario, Alina ha venido preparada para un proceso agobiante y torpe. Vuela por la terminal número 2, porque la 3 –más moderna y grande- está en remodelación y ha sufrido hace poco un incendio. En su bolso lleva también una merienda preparada en casa, pues sabe que allí los precios son estratosféricos y las ofertas muy limitadas.

La mala señalética completa el cuadro. Durante diez minutos la frustrada cliente busca un baño pero los carteles para orientarse son escasos y no están muy visibles. Pocas lámparas están encendidas en el techo, lo cual hace que varias zonas del salón estén en penumbras. Aún así todo pasajero que parte debe pagar el impuesto aeroportuario. En la fila para abonar los 25 pesos convertibles (28 dólares), se escucha a turistas quejándose de la poca relación entre precio y calidad de las instalaciones. Sin embargo, los pasajeros cubanos guardan silencio, no quieren meterse en problemas justo el día en que saldrán de la Isla.

Sin una red Wi-Fi de acceso a Internet, cualquier aeropuerto moderno cae varios puntos en la escala de calidad. En el aspecto de la comunicación, ningún punto de embarque aéreo en Cuba es competitivo, ni siquiera el de Varadero. Los pocos teléfonos públicos y la carencia de una red inalámbrica que permita el acceso a la web, disminuyen las posibilidades de comunicarse. A eso se le suma que en los televisores zumban cansinos anuncios turísticos o programas tan ideologizados como la Mesa Redonda de Cubavisión. Tampoco hay mostradores de venta de revistas o periódicos, como no sean algunos kioscos de souvenirs donde se comercializan las obras de Ernesto Guevara o los discursos de Fidel Castro.

Alina también se ha preparado para no aburrirse en la espera y ha llevado unos audífonos y algo de música en el móvil. Aguarda en la puerta de salida –sólo hay dos: A y B- hasta que una empleada a voz en cuello grita que ya se está chequeando el vuelo.

Llegadas o el choque con la realidad

Llegadas o el choque con la realidad

Humberto arriba después de un viaje a Estados Unidos. Este fue su primer viaje al extranjero, así que todavía está azorado por el tamaño del aeropuerto de Miami. En el avión de regreso a Cuba ha rellenado el formulario de Aduanas y en el bolsillo tiene la copia de la tarjeta de embarque que obtuvo a la salida. Hace la larga fila de inmigración y después tiene que responder una breve encuesta médica que también le hacen firmar. Unos pasos más allá le espera la estera de las maletas, el punto más lento de la entrada al territorio cubano. Cada equipaje se someterá previamente a un scanner que investigará su contenido.

Una vez analizado cada bulto o maleta, se le colocarán algunas “marcas” a los que necesitan ser inspeccionados. Una pequeña tira roja anudada en la agarradera del equipaje puede significar que éste contiene algún equipo electrodoméstico o un ordenador. Si en su lugar, incluye un disco duro externo, entonces se escriben unas siglas en la cinta de papel que identifica el vuelo. No hay manera de evadir este proceso. Los aduaneros están entrenados para no dejar pasar una larga lista de objetos.

Las nietas de Humberto, nacidas en Coral Gables, le han regalado una laptop y un teléfono inteligente. Así que debe pasar por la mesa, allí le abren su maleta y revisan minuciosamente cada cosa. Se llevan la computadora hacia una oficina, donde probablemente inspeccionen sus archivos o hagan una copia de ellos. Lleva ya una hora y media desde que el avión tocó tierra y probablemente deba esperar un poco más. Mientras registran sus pertenencias le dicen que no puede hacer llamadas desde el móvil. “Bienvenido a Cuba”, se dice a sí mismo cuándo una oficial le pregunta qué son aquellas cosas de algodón apretado “con forma de bala”. “Tampones para mi hija”, responde malhumorado.

Dos horas después de llegar a su propio país, Humberto atraviesa la puerta de la terminal 2. A esa misma hora, ya Alina está sentada en su asiento de un vuelo que cruzará el Atlántico. Mira por la ventanilla y dice en un susurro “¡Adiós aeropuerto de La Habana, espero no verte en mucho tiempo!”

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