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Atrapados en la ola

Yoani Sánchez

06 de julio 2009 - 18:00

No alcancé a ver, durante la muestra de cine alemán, el controvertido filme "La ola". Sin embargo, pocos días después alquilé una copia con subtítulos al español a través de las redes underground de distribución. La vimos en casa junto a varios amigos y el debate nos dura hasta hoy, pues hay demasiadas coincidencias para que lo contado en ella sea pura casualidad entre nosotros.

Muchos de los elementos que la película muestra como característicos de una autocracia no me sorprenden. Fui una pionerita uniformada –al final me alegro, porque sólo tenía una muda de ropa fuera de la saya roja y la camisa blanca de la escuela– y repetí cada día un gesto que, al compararlo con el brazo ondulante de La ola, éste último me parece un juego de niños delicados. Mi mano se tensaba y con todos los dedos unidos señalaba a mi sien, mientras prometía llegar a ser como un argentino que había muerto quince años atrás. Aquel saludo militar apuntaba a mi cabeza como un arma, a modo de auto-amenaza que me obligaba a cumplir con el “Pioneros por el comunismo, seremos como el Che”.

Yo también creí haber nacido en una Isla elegida, bajo un sistema social superior, guiada por el mejor de los líderes posibles. No eran “arios” los que nos gobernaban, pero se autotitulaban “revolucionarios” y eso parecía ser un estadio más evolucionado -el escalón más alto– del desarrollo humano. Aprendí a marchar, me arrastré en clases interminables de preparación militar y supe usar un AK antes de cumplir los quince. Mientras, las consignas nacionalistas que gritábamos pretendían esconder el éxodo de mis amiguitos y la dependencia que teníamos del Este.

Pero nuestra autocracia produjo resultados inesperados, muy alejados del fanatismo o la veneración. En lugar de soldados de ceño fruncido, engendró apáticos, indiferentes, gente con máscaras, balseros, descreídos y jóvenes fascinados por lo material. Tuvo también su recua de intolerantes -quiénes, si no, forman las Brigadas de Respuesta Rápida– pero el sentimiento de pertenecer a un proyecto colectivo que sería una lección para el mundo se esfumó como la falsa esencia de un perfume barato. No obstante, nos quedaron los autócratas, el profesor Wenger siguió parado frente al aula gritando y exigiéndonos levantarnos una y otra vez de la silla.

El nuestro no es un experimento que dure una semana ni que implique a unos pocos alumnos en un aula. Nuestra actual situación es la de haber sido atrapados en La ola, engullidos y ahogados por ella, sin haber podido tocar nunca la playa.

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