Bloque criollo
Beto fue de los que dio golpes en agosto de 1994. Con su casco, el pantalón salpicado de mezcla y una cabilla en la mano, la emprendió contra algunos de los que protestaban durante el Maleconazo. En aquel tiempo trabajaba en un contingente de constructores y se sentía parte de una élite. Tenía leche en el desayuno, una habitación que compartía con otros colegas y un salario mayor que cualquier médico. Pasó los años de su juventud en la edificación de hoteles, pero hace una década se quedó desempleado cuando desmovilizaron su brigada. No quiso volver al poblado de Banes donde nació, ni él, ni otros tantos de aquella tropa dispuesta a levantar una pared o a romper una cabeza.
A varios de aquellos constructores se les permitió asentarse en una barrio improvisado en los suburbios habaneros. Recibieron el beneficio de levantar un “llega y pon” cerca de la Calle 100 y la Avenida Rancho Boyeros. Una migaja, después de tanta lealtad ideológica. Sin las prebendas y los altos sueldos, muchos de aquellos albañiles tuvieron que sobrevivir con lo que encontraron. Beto se hizo de un taller para fabricar “bloques criollos”. Otros vecinos de su improvisada barriada se dedican también a los materiales de construcción: arena, polvo de piedra… ladrillos. Con las nuevas flexibilizaciones para la reparación y edificación por esfuerzo propio, el negocio de los “áridos” prospera y cada día involucra más gente. Los productores, los transportistas, los jefes de brigada y por último los hombres que cargan los sacos hacia el camión. Una cadena de trabajo -en paralelo a los rastros estatales- más eficiente pero también con precios más altos.
A Beto no le gusta hablar del pasado. Con su camiseta agujerada se pasea entre las pilas de bloques criollos salidos de su pequeña fábrica. Cuando ve que alguno se ha cuarteado o se le ha roto una esquina, le grita a los empleados que preparan la mezcla para echar en los moldes. Lleva una cabilla en la mano, como aquel 5 de agosto de 1994, pero esta vez para pinchar y comprobar la resistencia de su producto. A cada rato echa una mirada hacia la casita que está levantado al final de esa calle sin asfalto ni drenaje. Por primera vez tiene algo propio, que nadie le ha regalado. Es un hombre sin privilegio ni obediencia.