Camila y su cesto de mimbre
Durante mucho tiempo, tuvimos como ritual para el nuevo año el de reunirnos con varios amigos en casa de Camila. Sentados en el piso y en medio de una gran algarabía, poníamos en un cesto de mimbre un trozo de papel con nuestro nombre, un deseo personal, un propósito y un vaticinio para el año que comenzaba. Muchos llegábamos a la cita con nuestras respuestas meditadas, pero en algunos eneros fue especialmente difícil predecir o anhelar cualquier cosa, en medio de la incertidumbre de la crisis. No obstante, hacíamos el ejercicio de imaginar mínimamente nuestras vidas, de ambicionar o adivinar algo que podría ocurrirnos.
Antes de concluir esa velada anual, se leían los escritos del encuentro ocurrido doce meses antes y se contrastaban con los recién incluidos en el cesto. Aquella lectura era un verdadero recorrido por las aspiraciones pospuestas y los planes incumplidos, aunque en ese entonces sólo atinábamos a reírnos y a seguir proyectando nuevas fantasías. Pocas veces acerté con los augurios de qué ocurriría en mi Isla, aunque creo haber cumplido con una buena parte de lo que me propuse para mí misma, más por testarudez personal que por reales condiciones para lograrlo. Entre los participantes de aquel festejo, se repetía llamativamente el anhelo de radicarse en otro país, seguido –a mucha distancia– de las apetencias del corazón y de las ansias de un techo propio.
En cada encuentro alrededor del cesto, notábamos que el número de los que lograban emigrar aumentaba. La llamada “fiesta de los papelitos” se convirtió así en el pase de lista de los ausentes, en el inventario de las ilusiones de todo un grupo de amigos que –ante la falta de expectativas– prefirió levar anclas. Hasta Camila, nuestra dulce anfitriona, se fue a miles de kilómetros de su pequeña casita de Ayestarán. Por estos días, puede que esté repasando la montaña de empeños y profecías que escribimos y acumulamos –año tras año– en su sala. Sé muy bien que ella conserva esas hojas amarillentas cual testimonio de una generación desperdigada, clara constancia de quienes no dejamos de soñar ni siquiera en los períodos más duros.