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Combinado del este

Yoani Sánchez

27 de junio 2011 - 06:34

Nueve de la mañana a las afueras del Combinado del Este, la mayor prisión de Cuba. Decenas de familias se agolpan para oír a una adusta militar que grita los apellidos de los presos. De inmediato, nos mandan a avanzar por un camino estrecho hacia la garita donde revisan los bolsos y pasan el detector de metales sobre nuestros cuerpos. Inspeccionan también los sacos de comida que durante semanas se han ido llenando de galletas, azúcar, refrescos instantáneos, cigarros y leche en polvo. Son el resultado del desvelo y del desprendimiento de los parientes que se privan de estos alimentos para donárselos a los reos.

Una mujer llora porque el guardia no le deja pasar los mangos maduros que trae para su hijo. En la cerca alrededor de la entrada la gente cuelga –sin ninguna protección– todo aquello que no le permiten entrar. Hay una bolsa con un teléfono móvil, una cartera de jovencita, un desodorante que el oficial dijo se podía convertir en alcohol destilado dentro de aquellos muros. A mi me revisan las revistas que llevo, me suben de un tirón la cremallera de la chaqueta y me meten los dedos entre el pelo. Delante de mi hay alguien que intenta colar un cake para un cumpleaños que de seguro ocurrió hace meses. Un joven se agarra con fuerza los pantalones pues le han impedido ingresar su cinto. Tal pareciera que vamos a sumergirnos en el infierno y –de alguna manera–- es así.

El local donde discurre la visita huele a sudor, a sudor y a encierro. Los dos presos italianos frente a mí ponen palabras una detrás de otras con desespero. Han sido detenidos por el asesinato de una menor en Bayamo, pero aseguran no haber estado en la Isla por lo días del crimen. Llevan ya más de un año encarcelados sin que se les haya hecho juicio y yo trato de reconstruir periodísticamente el derrotero del caso. Uno de ellos, Simone Pini, me habla de las irregularidades policiales y acuerdo con él indagar. “No puedo hacer mucho” –le aclaro– “y tampoco tengo acceso a los datos de la investigación, pero averiguaré”. No he terminado la frase cuando un militar grita mi nombre desde la reja del salón. Y me conducen hacia la otra cara del Combinado del Este. A la oficina pulcra, climatizada, forrada en madera, donde radica El Jefe. Quedó retenida en una parte diferente del mismo horror, mientras un teniente coronel me advierte que no me dejarán entrar, nunca más, a esa prisión. Cuando intento irme, noto que la puerta tiene un llavín con cuatro combinaciones. “Cuánto miedo”… pienso para mis adentros. Me escoltan hasta la salida y veo la fila de los parientes para la nueva visita que comienza al mediodía. Cargan sacos con nombres garabateados y alguien gime porque no le dejan entrar un regalo. Descubro en ese momento que algo triste se ha instalado en mí, como el peso de unos barrotes que desde entonces cargo hacia todos lados.

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