La corrupción de la sobrevivencia
Tiene 28 años y trabaja en la piscina de un hotel, porque su padrastro le compró un empleo en el turismo. Su dominio del inglés es fatal, pero con los dos mil pesos convertibles que le pagó al administrador, no fue necesario hacer la prueba de idiomas. Más de la mitad de las botellas de ron y coca cola que vende en el snackbar, la ha comprado él mismo a precio de mercado minorista. Los colegas le enseñaron a priorizar la venta de su “mercancía” por encima de la que el Estado destina a los turistas. Gracias a ese truco, se embolsa en cada turno de trabajo lo que ganaría un neurocirujano en un mes.
Su ritmo de gastos se apoya en las ganancias ilegales, así que trata de cumplir y no desentonar en el plano de la “incondicionalidad ideológica”. Es uno de los primeros que llega cuando convocan a una marcha o al desfile del primero de mayo. Entre sus ropas guarda, para cuando haga falta, un pulóver alusivo a los cinco héroes, otro con el rostro de Che Guevara y uno, intensamente rojo, que dice “Batalla de Ideas”. Si su jefe intenta sorprenderlo en el desvío de recursos, se cuelga una de esas camisetas y la presión baja.
Con sus pocos años, ya ha comprendido que no importa cuántas veces pasas la línea de la ilegalidad, siempre que te mantengas aplaudiendo. Unas consignas gritadas en un acto político, o aquella vez que le salió al paso a un “grupúsculo” contrarrevolucionario, lo han ayudado a conservar tan lucrativo empleo. Sus manos, que hoy roban, engañan a los clientes y desvían mercancías estatales, firmaron –hace casi seis años- una enmienda constitucional para que el sistema fuera “irreversible”. Para él, si lo dejan seguir llenándose los bolsillos, el socialismo bien podría ser eterno.