Un día sin mercado negro
Intento imaginar unas increíbles veinticuatro horas en que no tenga que apelar al mercado informal. Qué tal un día sin la leche comprada a los que tocan a mi puerta y que suple la ausencia de lácteos –en el mercado racionado- para los que tenemos más de siete años y menos de sesenta y cinco. No concibo una jornada sin zambullirme en el mercado negro para comprar huevos, aceite o salsa de tomate. Incluso para adquirir un cucurucho de maní, debo pasar la línea de la ilegalidad.
Si estoy urgida de llegar a algún lugar, lo más probable es que tenga que montarme en un taxi sin licencia. Ni hablar de la amplia gama de trabajadores underground a los tengo que apelar cuando se rompe la lavadora, se tupe la hornilla del gas o la ducha deja de funcionar. Todos ellos -en la sombra- apuntalan mí día a día y suplen los limitados servicios que brinda el Estado.
Hasta el periódico debo comprarlo a sobreprecio, a los viejitos que –despiertos desde el amanecer- adquieren todos los ejemplares de Granma y Juventud Rebelde para revenderlos y compensar así sus reducidas pensiones. Eso sin hablar de las cosas “innombrables” que nos provee el mercado negro y de los incontables ábrete sésamo que nos proporciona un billete deslizado en la mano indicada. Pero lo más asombroso es la infinita capacidad de regeneración -que nos muestran los vendedores informales- después que pasa una de esas frecuentes razias contra ellos.
Yo no sé ustedes, pero yo, no puedo vivir un día sin el mercado negro.