Habana invernal
El cielo no siempre tiene aquí ese azul tan cursi de las postales turísticas. Por suerte, pues no puedo imaginarme un año con el achicharrante sol, sin esas semanas de pausa que traen los frentes fríos. Desde el lunes ha llegado uno que aportó nubes londinenses a La Habana e inundaciones severas en el oriente del país. Las calles están llamativamente vacías en la noche, porque el frío asusta a los habituales inquilinos de los parques y las aceras. Subir a un ómnibus abarrotado ya no es la vía más rápida para coger peste en las axilas, sino la entrada a un espacio tibio y amigable .
Con la baja de las temperaturas, el humor y la tolerancia mejoran; a los viejitos le duelen los huesos y una leche con chocolate se vuelve una alucinación recurrente. Diciembre está tan cerca que no vale la pena empezar nada, dicen los que han pospuesto sus proyectos durante todo el año. Viene la época de gastar más, presagian los bolsillos que para esta Navidad estarán especialmente vacíos. No obstante, lo más sensible es el tema de los abrigos y las frazadas, la poca protección ante el húmedo frío que entra por las rendijas de las ventanas.
Veo a la gente en la calle con sweaters, enguatadas y gruesos abrigos sintéticos, pero ninguna de esas prendas ha podido ser comprada con el salario que ganan por su trabajo. Aquel de piel de vaca se lo mandó una hermana que vive en New York y el de rayas que lleva la muchacha fue regalado por un turista de paso en la ciudad. Un niño pequeño tiene un impermeable heredado de su hermano, que a su vez lo obtuvo de un tío que decomisa maletas en la Aduana. La viejita que cruza la calle pone cuidado en sus medias de lana, cambiadas a una vecina por una cuchilla de batidora. Sólo el custodio del hotel ostenta una chaqueta de mezclilla con botones brillosos y nuevos.
Me gusta el invierno y la afabilidad que despierta en la gente, pero sé que para muchos es la estación de ciertos sinsabores y vergüenzas. De no poder dormir en el banco del parque, donde el resto del año aquel señor de la ropa gastada tiene su única morada. De los niños burlándose en la escuela de los que llevan un abrigo comprado en el racionamiento de los años ochenta. El frío enfatiza las diferencias entre los que pueden cerrar la puerta y los que no tienen una casa con ventanas para entornar. Remarca el contraste entre aquellos que llevan una prenda de mangas largas y los que se ponen dos pulovers porque no tienen un abrigo. Todos pendientes del termómetro y de que no baje los diez grados, pues la indigencia habitacional y de vestuario no soportaría un solo copo de nieve.