El humor como exorcismo
Me acodé en la ventanilla con cuidado. El cristal tenía una rajadura que lo atravesaba y con cada sacudida parecía que iba a hacerse trizas. Unos minutos, una calzada por la que se desplazaba el taxi colectivo, un ejercicio de aritmética: contar todas la personas que en el camino estuvieran sonriendo. Durante el primer tramo, entre la avenida de Rancho Boyeros y el cine Maravillas, nadie. Una señora mostraba los dientes no por alegría sino a causa del sol, que le provocaba una mueca de ojos entornados y labios abiertos. Un adolescente con uniforme de preuniversitario le gritaba a otro. No pude oír por culpa del ruido del motor, pero no había nada de broma en sus palabras. A las alturas de la Plaza de Cuatro Caminos una parejita se besaba con fuerza en una esquina, sin nada lúdico tampoco. Más bien se trataba de un beso carnívoro, devorador, rapaz. Un bebé en su cochecito se notaba cerca de una risotada… pero no, era sólo un bostezo. Al llegar al Parque de la Fraternidad apenas si había podido computar unas tres risas, incluyendo la de un policía que se burlaba del joven al que había esposado y metido en la patrulla.
El experimento lo he hecho en varias ocasiones, para comprobar si realmente somos ese pueblo sonriente del que tanto hablan los estereotipos. En la mayoría de los casos, el número de los que expresan algún grado de alegría no ha superado las cinco personas en un recorrido que varía entre 4 y 10 kilómetros. Claro que eso no prueba nada, como no sea que en circunstancias cotidianas las carcajadas no abundan tanto como quieren hacernos creer. Aún así seguimos siendo un pueblo con mucho humor. Pero los chistes se comportan más como la tabla salvadora que nos rescata del naufragio de la depresión y no como una evidencia de nuestra dicha. Reímos para no llorar, para no golpear, para no matar. Reímos para olvidar, escaparnos, callar. Por eso, cuando estamos ante un espectáculo humorístico que toca todos esos resortes dolorosos de nuestra risa, es como si las válvulas se abrieran y la Calzada de 10 de Octubre en pleno comenzara a reírse, incluyendo los edificios, las farolas y los semáforos.
El viernes pasado algo así ocurrió en el espectáculo “De doime son los cantantes” que la sala del Karl Marx nos regaló el actor Osvaldo Doimeadios. Homenaje también a lo mejor de nuestro teatro vernáculo, el humorista logró magistrales interpretaciones y monólogos. Desde las penurias económicas, la reforma migratoria, los excesivos controles para el trabajo por cuenta propia, hasta los escándalos de corrupción asociados al cable de fibra óptica, fueron algunos de los temas que más carcajadas arrancaron. Nos reímos de nuestros problemas y de nuestras miserias, nos reímos de nosotros mismos. Después la distracción terminó, el público se amontonó en los calurosos pasillos para lograr salir. Afuera, la calle Primera se veía abarrotada en plena noche. Tomé un ómnibus para regresar a casa y me asomé a la ventanilla… nadie sonreía. El humor había quedado en las butacas y en el escenario , estábamos de vuelta a la sobria realidad.