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La jaula se deteriora

Ahora mismo, en esta ciudad y en este país, hay miles de familias que acuestan a sus hijos sin saber si habrá un mañana. (14ymedio)
Yoani Sánchez

04 de febrero 2020 - 11:27

Nací y pasé parte de mi infancia en una cuartería de Centro Habana. Recuerdo aquellas noches de irme a la cama y sacudir de las sábanas el polvo que caía de los techos deteriorados. También me acuerdo del cuidado al subir las escaleras porque un trozo de pared amenazaba con desprenderse, de los palos que apuntalaban algunas zonas y del olor permanente a humedad y aguas albañales que salía de las tuberías en mal estado.

La incertidumbre que genera haber vivido en esas circunstancias se queda para toda la vida. Es un sobresalto que se instala mientras duermes; un ojo abierto que nunca se cierra porque el repello de un muro puede terminar sobre tu almohada y, también, un dar las gracias cuando amanece y aún respiras. Ahora mismo, en esta ciudad y en este país, hay miles de familias que acuestan a sus hijos sin saber si habrá un mañana porque una viga puede ceder, un techo colapsar o un arquitrabe venirse abajo.

A quienes les gusta separar la política de la cotidianidad, como si lo que ocurre en "palacio" no afectara a todos los aspectos de una sociedad, hay que recordarles que muchos de esos inmuebles habrían tenido una suerte muy diferente si hace décadas se les hubiera permitido a sus habitantes apelar a algo más que a las vías oficiales para resolver los problemas que se iban presentando cada día.

Pero como un padre severo, el Estado cubano quiso tenerlo todo y garantizarlo todo. El resultado: medio siglo de edificios que se deterioraban y destruían sin que se le permitiera a un contratista, a una cooperativa o a una empresa privada detener la debacle ni construir nuevos inmuebles. Para cuando fueron a abrir algunas válvulas en ese monopolio, ya era tarde y -para colmo- las pequeñas aperturas en el sector por cuenta propia siguen lastradas por la falta de autonomía, la excesiva burocracia y una omnipresencia oficial que no cede.

Todo eso, porque el "gran padre controlador" que es la Plaza de la Revolución necesitaba hacernos creer que no solo proveía el alpiste a través del mercado racionado, la distribución a través de privilegios políticos y la meritocracia ideológica, sino que también nos daba el techo: una burda jaula que se cae a pedazos.

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