¿Hasta dónde llega la indiscreción?
Como en muchos otros lugares, en los últimos años en Cuba se han vuelto muy populares las series forenses y los documentales de investigación criminal. Las reconstrucciones de crímenes y los programas con peritos policiales han pasado a ser los preferidos de muchos. En los puntos de venta de DVDs, esas temáticas se encuentran entre las más demandadas por los compradores. De ahí que en los listados de ofertas de los cuentapropistas del audiovisual no puedan faltar los combos con programas al estilo de CSI, La Doctora G, Investigación criminal, Casos del FBI... entre muchos otros. No se trata de que nos hayamos vuelto más morbosos, o quizás sí, sino de que la calidad de esos materiales ha mejorado significativamente en la última década. Mezclan lo científico, lo policial, una pizca de enredo emocional y algunas explicaciones muy didácticas sobre el funcionamiento del cuerpo humano. En fin, un compendio irresistible para relajar después del tedio cotidiano. Más allá de sus escasos valores artísticos, lo cierto es que poseen una audiencia que ya envidiarían otros espacios televisivos con exceso de ideología y anemia de creatividad.
Pero hoy no quiero reflexionar sobre el patólogo de ficción al que vemos descubrir al asesino, ni sobre el actor que encarna a un detective moderno en un laboratorio impecablemente limpio. No, esos son sólo parte de un guión pensado para entretener y que puede gustar o no gustar. Me preocupa, más bien, otra cosa: la filtración constante, a las redes alternativas de información, de material forense -real y crudo- que se está produciendo sistemáticamente desde las dependencias del Ministerio del Interior de Cuba. Las fotos de autopsias, los videos de reconstrucción de delitos, las imágenes tomadas por la policía en el lugar del crimen, las declaraciones ante el lente de una cámara que hacen los acusados. Es raro el mes que no esté circulando, a través de los teléfonos celulares o de las memorias USB, partes de expedientes delictivos que deberían estar custodiados bajo la discreción y el anonimato. Y no se trata para nada de fotografías hechas por algún intruso que pasaba por el lugar ni por un paparazzi, sino del evidente contenido de los archivos policiales. O sea, que un buen día usted pierde un pariente en un hecho trágico y -¡horror!- después ve que el momento en que le practican la incisión en “Y” sobre la mesa del necrocomio se ha convertido en un snuff movie de gran popularidad.
Curioso que el Ministerio del Interior, que con tanto secretismo trabaja cuando de cuestiones políticas o espionaje se trata, administre sus archivos de delitos comunes con tan poco celo. Es cierto que debido a esa negligencia a veces nos enteramos de hechos que de otra forma no conoceríamos, como la muerte de decenas de pacientes en el Hospital Psiquiátrico de La Habana. Pero en la gran mayoría de las ocasiones, la indiscreción no trae aparejada una revelación, sino una profunda intrusión en la vida -o en la muerte- de un individuo. Con el consiguiente dolor adicional de su familia, que debe ver cómo las vísceras de su padre o de su hermano recorren las pantallas de miles de ordenadores por todo el país. Me entristece que alguien toque a mi puerta para mostrarme en la pantalla de su Nokia un cuerpo en una morgue y darme cuenta que la foto ha sido tomada por quienes justamente debieron velar por su privacidad, incluso después de fallecido. Me asusta que está sea una de las manifestaciones más recientes del prolongado irrespeto a la intimidad del ciudadano que padece nuestra sociedad. Ya me parecía abominable el cederista que delata a sus vecinos, el maestro que informa sobre las ideas políticas de sus propios alumnos y el médico que habla en la televisión sobre la consulta a un paciente; para que ahora se le haya agregado también la ligereza del forense como pieza final de ese engranaje de la indiscreción.
Esto no es una serie de ficción, ni un episodio más donde Grissom atrapa al asesino después de investigar el contenido del estómago de una larva. Esta es la realidad, el dolor concreto de los parientes de la víctima, el respeto que todo ser humano merece aunque haya dejado de respirar. Su desnudez, sus heridas, su rigor mortis, su desvalimiento en la frialdad de la morgue, nadie tiene derecho a filtrarlos. Mucho menos las personas que están ahí para velar porque ese momento tan triste no se convierta en una pieza de exhibicionismo.