El Maleconazo en una lata de leche condensada
Habíamos correteado juntos en el barrio de Cayo Hueso. Su familia levantó varias casitas de cartón en un solar yermo cerca de la calle Zanja, similares a las que tenían en Palmarito del Cauto. Se apellidaba Maceo y algo en su rostro recordaba a aquel Titán de tantas batallas, solo que su principal y única escaramuza no la hizo a caballo sino sobre una endeble balsa. Cuando estalló el Maleconazo se sumó a la gritería y escapó a tiempo de los arrestos. No quiso regresar a su hogar, porque sabía que la policía lo estaba buscando.
Se fue sólo, sobre un engendro hecho con dos cámaras de camión infladas y tablas amarradas con sogas. Su abuela le preparó el agua en un tanque de plástico y le dio una lata de leche condensada que guardaba desde hacía cinco años. Era uno de aquellos productos traídos de la URSS, cuyo contenido -con el largo trayecto en barco- llegaba endurecido a la Isla. Mi generación creció tomando aquel lácteo azucarado y mezclándolo con cuanta cosa se nos cruzaba en el camino. Así que Maceo agregó la lata a sus escasos víveres –más como amuleto que como comida- y partió desde la mismísima caleta de San Lázaro.
Nunca llegó. Su familia esperó, esperó y esperó. Sus padres buscaron en las listas de los retenidos en la base naval de Guantánamo, pero su nombre no estaba entre ellos. Preguntaron a otros que zozobraron muy cerca de la orilla y que intentaban volver a salir. Ninguno sabía de Maceo. Indagaron en las morgues donde guardaban los restos de los que llegaban muertos a la orilla. En aquellos lóbregos lugares vieron de todo, pero nunca a su hijo. Un joven les dijo que cerca del primer veril se había tropezado con una balsa sola, flotando en la nada. "Estaba vacía –les confirmó- sólo tenía un trozo de pulóver y una lata de leche condensada".