Miedo a la palabra
Son tiempos malos para la palabra, días grises para un filólogo. El principal problema no es la abundancia de vulgaridades en las expresiones, que hasta resultan reveladoras en un análisis lingüístico y sociológico. Lo más triste es la disminución del lenguaje articulado, el miedo a pronunciar vocablos, el mutismo que se extiende. “Hombre que es hombre no habla tanto”, me ha dicho esta mañana un vendedor cuando insistí en saber si los pastelitos eran de guayaba o de coco. Más tarde recibí un gruñido al indagar con una funcionaria sobre el horario de apertura de la oficina. Para rematar la jornada, sólo me devolvieron hombros encogidos al investigar dónde estaba el baño en una cafetería.
¿Qué está pasando con el lenguaje? Por qué esa aversión a expresarse de manera coherente y con frases bien estructuradas. Muy preocupante la tendencia al monosílabo y a la utilización de señas, en sustitución de oraciones con sujeto y predicado. ¿Quién le habrá dicho a tanta gente que conversar es señal de debilidad? ¿Adjetivar muestra de flojera? El fenómeno se extiende entre hombres jóvenes, pues en los códigos machistas la locuacidad está reñida con la virilidad. El golpe, el rictus o un simple balbuceo, han sustituido las conversaciones fluidas y los complementos de muchos enunciados.
“Yo sí que no discuto…” se pavoneaba ayer un señor al que un adolescente intentaba decirle algo. Mientras gritaba aquello, batía las manos como advirtiendo que en lugar de palabras, el prefería el código de los pescozones. Lo peor es que para la gran mayoría que presenciaba el altercado, aquel individuo estaba haciendo lo correcto: no hablar tanto y pasar a la pelea. Porque para muchos discutir es ceder, argumentar evidencia flaqueza, tratar de convencer es cosa de cobardes. En lugar de eso, prefieren el grito y el insulto, quizás heredado de tanto discurso político agresivo. Optan por el gruñido casi animal y la bofetada.
Son tiempos malos para la palabra, días de fiesta para el silencio.