Miopía y astigmatismo
Me pongo las gafas del optimismo y le lanzo una mirada a la ciudad desvencijada donde vivo. Con esos cristales tornasolados de la esperanza, mi corazón bombea con más tranquilidad, sin sobresaltos. Gracias a ellos comprendo que no trepo catorce pisos debido a la ineficiencia estatal –incapaz de armar el ascensor después de cinco meses– más bien soy una ecologista redomada dispuesta a consumir sólo mi combustible humano. Con este nuevo vidrio con que lo miro todo, percibo que en mi plato se ausenta la carne, no por su altísimo precio en el mercado sino porque amo los animales y les evito el sufrimiento del sacrificio.
Carezco de una conexión a Internet en casa, pero los rosados lentes me esconden que este servicio sea exclusivo para funcionarios y extranjeros residentes. Quizás quieran protegerme de las “perversiones” de la red, me digo, tal y como lo haría el ridículo Cándido de Voltaire. Así he probado, por un brevísimo tiempo, ver palacios en lugar de derrumbes, líderes que nos llevan a la victoria cuando en realidad nos conducen al precipicio y hombres que se hipnotizan con mi cabellera, aunque yo sé que me siguen para vigilarme.
El problema comienza cuando me quito los espejuelos del candor y miro lo que me rodea, con los reales colores de la crisis. El dolor en las pantorrillas vuelve, como respuesta a las largas escaleras; comienzo a soñar con un bistec y un módem parpadeando se vuelve un deseo casi erótico. Lanzo las gafas del optimismo desde mi balcón, quizás hay alguien allá abajo que todavía prefiere usarlas, que aún quiera distorsionar la realidad con ellas.