Obligada penumbra
Hace dos años tocaron a la puerta los trabajadores sociales. Venían para cambiar los bombillos incandescentes por otros ahorradores, en medio de una campaña rimbombante llamada Revolución Energética. A mí me gustaba la luz cálida y amarilla que daba la lámpara de la sala, pero en una rápida inspección los entrenados adolescentes detectaron el despilfarrador filamento y tuve que entregarlo. Me dieron otro que proyectaba una luminiscencia pálida y que me duró tres semanas. Mis ojos se alegraron de la corta vida del bombillo económico, pues en la noche no había forma de distinguir los detalles bajo su mortecina luz.
Para reponer el roto, tuve que recurrir a las tiendas en divisas, donde tampoco volvieron a vender los satanizados bombillos convencionales –aquellos que toda la vida habíamos tenido en la mesita al lado de la cama-. Me resigné a comprar las efímeras bujías ahorradoras o los otros -llamados de “luz fría”- que le dan a mi sala una apariencia de quirófano. Pero desde hace dos meses ni siquiera esos aparecen. No hay ningún tipo de bombillo en las tiendas de La Habana.
Como un chiste, los vendedores me dicen que el barco que los trae “no ha llegado de China” y me anuncian que en una pequeña tiendecita del Cerro sacaron algunos, en medio de una molotera. Un rápido examen a mi apartamento indica que las zonas en penumbras exceden ya a las iluminadas. De manera que si los caprichos de la distribución se mantienen, tendré que mejorar mi sentido táctil o tropezaré con cada mueble.
Lo que nadie sabe –y es de esos secretos que sólo escribo en un diario privado como éste- es que logré esconder, de los trabajadores sociales, un espécimen de los bombillos perseguidos. Uno redondo y malgastador, que me ha acompañado por más de cinco años con la amarillenta luz que dan sus 40 watts. No es que disfrute derrochar electricidad, pero necesito creer que al menos puedo decidir bajo qué tipo de luz leo, ceno o veo la tele.
Me aferro al prófugo bombillo, como si con él pudiera iluminar y esclarecer no sólo la sala de mi casa, sino la torpeza de los comerciantes y el voluntarismo de las campañas energéticas.