Los optimistas
A mediados del 2007, Julito me aseguró que antes de agosto la carne de cerdo se vendería a diez pesos la libra -el salario diario de un trabajador promedio-. Al no verse cumplido su vaticinio, lo increpé en enero del pasado año sobre la fecha exacta de la rebaja cárnica. Con su permanente sonrisa me aseguró que podría adquirir la preciada fibra -a un precio más justo- para los meses de verano. Llegaron entonces los huracanes y el pronóstico de mi vecino se volvió una profecía amarga o, peor aún, una ingenuidad dañina. No volví a tropezármelo en varias semanas y no pude echarle en cara su triunfalismo desmedido.
Ayer, Julito ha subido hasta mi piso para hablar de otro tema. Su hija menor acaba de tomar el camino ya trazado por la anterior, después de desertar en medio de una gira artística en el extranjero. Ambas se ha reunido en una de esas populosas ciudades de Estados Unidos y su padre no está tan triste por la separación, como alegre por el futuro de sus hijas. Sentado en la sala de mi casa me ha declarado que su esposa y él planean reunificarse con la parte exiliada de la familia. “Allá les seremos más útiles”, me dijo en el tono de quien ya ha tomado una decisión.
Tuve el impulso de preguntarle si no iba a esperar la rebaja de la carne, para después volar hacia el reencuentro familiar. Pero sé que los padres no solemos aceptar bromas cuando de nuestros hijos se trata, así que preferí ignorar su optimismo pasado. Le perdoné el desgaste que me provocó su predicción e incluso las apreciaciones de “pesimista” que me había lanzado ante mi recelo. Julito es de esos que aún en la escalerilla del avión seguirá tragándose sus críticas. Después, en Boston, quizás lea este blog y probablemente me escribirá algún mail para confesarme que nunca creyó en nada, que era igual de escéptico que yo.