Cuando un presidente dice adiós
En América Latina, con su largo historial de caudillos, todavía causa cierta sorpresa que un dirigente no pretenda perpetuarse en la silla presidencial
El próximo año el presidente chileno, Gabriel Boric, se despedirá de su cargo y comenzará una nueva etapa en su vida personal y política. Este 2025 también se ha marchado del más alto cargo de Uruguay el gobernante Luis Lacalle Pou, dando paso a un nuevo mandatario y consagrando así la tradición democrática del país sudamericano. En una región donde numerosos autócratas parecen atornillados al poder, que un dignatario salga por sus propios pies de palacio y respete las reglas de la alternancia de partidos resulta, cuando menos, loable.
En América Latina, con su largo historial de caudillos, todavía causa cierta sorpresa que un dirigente no pretenda perpetuarse en la silla presidencial. Con un Nicolás Maduro que parece querer extender su mandato para siempre en Venezuela, un Daniel Ortega que ha blindado todos los caminos legales para evitar ceder el cetro del control de Nicaragua y un Miguel Díaz-Canel colocado, hasta que Raúl Castro quiera, frente al timón de la nave nacional cubana, se agradece doblemente el talante de los gobernantes que concluyen su tiempo en el cargo, pasan la banda presidencial a otro y no incendian el país con una retórica de forzada continuidad.
Amén de la evaluación de su competencia y logros, debería otorgarse una puntuación muy positiva a todo aquel político que, una vez en el despacho presidencial, no haya manipulado la opinión pública para extender los períodos de mandato, metido en la cárcel a sus contrincantes partidistas para evitar las elecciones generales e impuesto su presencia ad infinitum. En este continente de sátrapas y dictadores longevos, evaluar a un gobernante por su capacidad para decir adiós tendría que contar entre los primeros puntos de la lista de la valoración que se haga sobre su dirección.
Soltar el bastón de mando es un gesto de grandeza, apartar el cáliz adictivo de ser la máxima autoridad de una nación entraña unos preceptos cívicos profundos y sólidos
La entereza de dar paso a un nuevo decisor, incluso proveniente de una facción política contraria, dice mucho de los principios humanos de ese individuo que una vez determinó presupuestos, eligió gabinete y emitió los discursos en las principales fechas patrias. Soltar el bastón de mando es un gesto de grandeza, apartar el cáliz adictivo de ser la máxima autoridad de una nación entraña unos preceptos cívicos profundos y sólidos. En el caso del territorio latinoamericano es, también, una encomiable actitud de grandeza.
Cada vez que asistimos a una toma de posesión donde el gobernante saliente entrega su cargo al recién llegado, estamos presenciando una coreografía acabada e imprescindible para mantener la salud electoral de un país. En tales momentos, no solo se beneficia esa sociedad en específico sino que sale ganando todo el continente. En la medida en que la rotación se mantenga y ciertos ciclos políticos se cierren para permitir que otros se abran queda más en evidencia el capricho de perdurabilidad de los tiranos.
En una región donde tenemos un Lacalle Pou y un Boric resultan mucho más repudiables los Maduro, Ortega y Díaz-Canel. Hacer las maletas, empacar en cajas sus pertenencias personales, quitar las fotos familiares del despacho presidencial y salir por la puerta como un ciudadano más, es el mayor servicio que un gobernante puede hacerle a su pueblo tras concluir el tiempo que las urnas le otorgaron. Cuando un presidente se va, deberíamos hacer una fiesta en cada esquina, un jolgorio en cada casa.
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Nota de la Redacción: Este texto se publicó originalmente en Deutsche Welle en español.