Promesas
Un amigo me juró hace diez años que no volvería a la playa hasta que pudiera comprar –cerca de la arena– una cerveza en moneda nacional. Sus blanquísimas pantorrillas me confirman que no ha estado en el mar por una década, mientras espera una Cristal pagada con su propio salario. La vecina de la esquina dio su palabra de no cortarse el pelo antes de cierta fecha largamente añorada por tantos cubanos. Los piojos la hicieron romper el compromiso –a principio de los noventa– cuando la melena alcanzaba su cintura. Recientemente, cambió la estrategia y puso un vaso de agua sobre el armario y sólo lo quitará cuando sus hijos exiliados puedan volver a vivir junto a ella.
Diminutas casas de madera descansan sobre una tumba en el cementerio de La Habana. Son la expresión material de esos pedidos que recibe laMilagrosa para proveerles una vivienda a quienes quieren escapar de la casa paterna o del atestado albergue colectivo. Al lado de esas miniaturas, hay aviones y barcos de juguetes, para lograr el sueño de saltarse la insularidad dentro de uno a tamaño natural. En la misma necrópolis, pero hacia el sur, está el panteón de la conocida médium que encarnaba el espíritu de Tá José. Un gallo –con la cabeza cortada allí mismo– le fue ofrecido por aquel joven que alcanzó finalmente el cotizado empleo en una firma extranjera.
Otros aguardan por el milagro de un permiso de salida, por la liberación de un preso político o por una licencia para abrir un pequeño restaurante. Esta parece ser la isla de los imposibles, la tierra de las promesas por cumplir, el país de las ofrendas retenidas hasta que se alcance lo pedido. Yo misma me he jurado que no voy a parar de escribir, pues cada una de mis líneas es la plegaria del que no puede más, el voto virtual de quien ya se dejó crecer el pelo, puso su obsequio sobre el mármol y vio secarse varios vasos con agua.