Realeza y servidumbre
Foto: Silvia Corbelle
Mi abuela lavaba y planchaba para la calle. Cuando murió, a mitad de los años ochenta, sólo sabía escribir las tres letras de su nombre: Ana. Durante toda su vida trabajó como criada de una familia, incluso después de 1959 cuando la propaganda oficial se ufanaba de haber emancipado a todas las sirvientas. En lugar de eso, muchas mujeres como ella, siguieron laborando en el servicio doméstico pero sin cobertura legal. Para mi hermana y para mí, Ana pasaba parte de sus días en “la casa de la calle Ayestarán” y jamás decíamos en voz alta que allí le pagaban por limpiar el piso, fregar los platos y preparar la comida. Nunca la vi quejarse, ni supe que la hubieran maltratado.
Hace un par de días escuché una conversación que contrasté con la historia de mi abuela. Un oronda señora vestida con ropas caras, le contaba a su amiga –entre copas de vino blanco- cómo le iba con su joven doméstica. Transcribo aquí, sin agregar siquiera una palabra, aquel diálogo que me dejó una mezcla de repulsión y tristeza:
Las dos mujeres siguen hablando y la botella de vino va más abajo de la mitad. Alcanzo a escuchar cuando una alardea sobre lo más de sesenta pares de zapatos que tiene su marido. Se ríen y yo siento en la boca del estómago un temblor que conozco, la ira acumulada que me provocan los abusadores. Salgo a la calle por un poco de aire y veo afuera el auto donde han venido las “señoronas”. Tiene una matrícula verde que resalta sobre el reluciente color gris metálico del auto. Es la nueva clase aristocrática, la realeza de verdeolivo, sin escrúpulos ni recatos. Escupo sobre el parabrisas, por Susy, por Ana, por mí.