Sacar cuentas

Yoani Sánchez

30 de junio 2012 - 00:03

Alardear de las calificaciones de nuestros hijos y pavonearnos con las buenas notas que obtuvieron en un examen son de esos placeres que no dejamos escapar cuando se nos presenta la oportunidad. Llega junio y al tropezarnos con un vecino o un amigo brota una pregunta obligada ¿cómo le va al niño en las prueba finales? El calor pasa a un segundo plano y la abulia veraniega gana algo de misterio con la interrogante de si ¿aprobará o no aprobará? ¿Pasará de grado o no? Las noches se hacen largas resolviendo ejercicios de matemáticas, los repasadores no dan abasto ante tantos alumnos finalistas y en las afueras de las escuelas se muestran los listados con las calificaciones. La vorágine de final de curso nos arrastra… pero este año hay varias novedades.

Después de aplicar un ensayo educativo tras otro, ya varias hornadas de estudiantes formados en esos “laboratorios” docentes han llegado a la universidad. Me refiero a esos que desde el primer día de la secundaria básica tuvieron delante del pizarrón a los llamados “maestros emergentes”. Los mismos adolescentes que durante años recibieron hasta el 60% de las clases a través de una pantalla de televisor. Mi hijo es un buen ejemplo de ello. Se benefició del fin de los preuniversitarios en el campo –grata noticia- pero ha padecido la reestructuración del programa escolar, plagado de desajustes, horas perdidas y bajo nivel de preparación académica por parte de los profesores. También se ha visto afectado por la alta deserción laboral entre las filas de los maestros, cuyos salarios siguen estando en el plano de lo simbólico, cuando no de lo ridículo. Unido eso a una presencia –excesiva y continuada- de la ideología, incluso en aquellas asignaturas o materias más alejadas del espectro político.

Esos vientos están trayendo ahora verdaderas tempestades. La falta de calidad educativa se ha tropezado con un aumento de la exigencia en los exámenes finales de la enseñanza media superior. El resultado: escuelas enteras donde apenas si han logrado aprobar tres o cuatro estudiantes; grupos completos que deben ir a revalorización y a examen extraordinario, padres al borde del colapso nervioso al descubrir que su “inteligente” hijo no se sabía ni el teorema de Pitágoras. Al descontrol le llega ya la mano dura; al delirio docente le empieza a entrar algo de razón. Pero no estamos hablando de números, sino de jóvenes cuya enseñanza ha estado a un nivel muy por debajo del que hoy les examinan. Personas sobre las cuales el voluntarismo y los experimentos escolares están demostrado su fracaso.

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