Los símiles, lo eterno y el poder
Evito el uso de palabras como “eterno, “siempre” y “jamás”. Lo definitivo me asusta y lo perdurable me huele a “queso”. Así que cuando oigo un discurso político donde se dice “su fuego será tan eterno como esta Revolución” refiriéndose a la frágil lumbre de una antorcha, corro a mis diccionarios y calmo mi sobresalto con el lineal significado de las palabras “efímero”, “perecedero” y “transitorio”.
Resulta que lo “eterno” no es solamente aquello que va a durar para siempre ad infinitum, sino que no tuvo principio, siempre estuvo allí. La existencia temporal de la llama del cementerio de Santa Ifigenia nadie la pone en duda, pues está claro que una vez no fue y ahora es. Por qué entonces ese paralelismo absurdo, ese símil probadamente falso de comparar dos hechos fugaces –si los medimos en el tiempo de la historia- y pretender que cada uno lleva en sí el germen de la inmortalidad.
A veces, las frases de perennidad logran su efecto en mí, y tengo que conjurarlas imaginando el futuro. Me veo como una viejita que intenta contarles a sus nietos todas estas cosas que hoy nos parecen a perpetuidad. Como respuesta recibo de ellos la bienvenida zoquetería de los jóvenes: “Ay, abuela no hables más de “aquello”, ya nadie se acuerda y tú sigues con la misma cantaleta”.
Es un alivio que todo en este mundo tenga sus días contados.