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Violencia y discurso público

Yoani Sánchez

20 de abril 2014 - 03:39

Afiche por el sexto aniversario de la revista Convivencia

Una mujer le da una paliza a niño, que parece su hijo, en una esquina. Los transeúntes que pasan no se meten. Cien metros más adelante, dos hombre se enzarzan en una pelea porque uno le pisó los zapatos al otro. Llego a casa reflexionando sobre esa agresividad, a flor de piel, que se siente en la calle. Para salirme de tanta crispación, leo el último número de la revista Convivencia que acaba de cumplir seis años de fundada. Encuentro en sus páginas un artículo de Miriam Celaya, quien casualmente aborda esa “peligrosa espiral” de porrazos, gritos e irritación que nos rodea.

Bajo el título “Apuntes en torno al origen antropológico de la violencia en Cuba”, la mordaz analista hurga en los antecedentes históricos y culturales del fenómeno. Nuestro propio recorrido nacional, hecho “a sangre y fuego”, no ayuda mucho a la hora de promocionar actitudes como el pacifismo, la concordia y la conciliación. Desde los horrores de la esclavitud durante la colonia, pasando por las guerras de independencia con sus cargas al machetes y sus prepotentes caudillos, hasta llegar a los sucesos violentos que también caracterizaron la república. Una larga lista de iras, golpes, armas e insultos moldearon nuestra idiosincrasia y son enumerados magistralmente por la periodista en su texto.

Mención aparte le merece el proceso comenzado en enero de 1959, que hizo del odio de clases y de la eliminación del diferente, pilares fundamentales en el discurso político. De ahí que aún hoy, la mayor parte de las efemérides que conmemora el gobierno, refieren a batallas, conflictos bélicos, muertes o “flagrantes derrotas infringidas” al contrincante. El culto a la cólera es tal, que el propio lenguaje oficial no se da cuenta ya del encono que promueve y transmite.

¡Pero cuidado! El odio no se puede “teledirigir” una vez fomentado. Cuando se aviva el rencor a otro país, termina por validarse también la ojeriza contra el vecino cuya pared colinda con nuestra casa. Quienes crecimos en una sociedad donde el acto de repudio se ha justificado como “legítima defensa del pueblo revolucionario”, podemos pensar que los golpes y los gritos son la manera de relacionarnos con lo que no entendemos. En ese entorno de violencia, la armonía nos resultará sinónimo de claudicación y la convivencia pacífica una trampa en que nos quiere hacer caer “el enemigo”.

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