Criar peces en casa, la ocurrencia malévola de un ministro cubano para resolver la escasez de alimentos
La Habana/Unos días después de hacer aquella larguísima cola, tuve que caminar por las calles de la barriada de San Leopoldo, en La Habana, evitando los cuerpos de los pollitos muertos, lanzados desde los balcones, con el pescuezo estirado y las plumas todavía de un tierno color amarillo. Había pasado toda una mañana en una fila para comprar esos seres diminutos que, según el discurso oficial, iban a salvarnos de la hambruna.
Solo uno de aquellos pollitos sobrevivió dos semanas en nuestra casa. Falleció desnutrido y enfermo, debido a nuestra inexperiencia como avicultores y a la falta de alimentos para darle. No pudimos probar un bocado de esa criatura famélica y gris, quizás porque había terminado pareciéndose demasiado a nosotros. Tres décadas después, la pesadilla se repite, pero esta vez con la cría de peces.
El impopular vice primer ministro cubano Jorge Luis Tapia nos ha convocado ante la Asamblea Nacional del Poder Popular a crear estanques en nuestros patios y dedicarnos a la acuicultura. No voy a detenerme en el tono autoritario y despótico con el que ha lanzado su reclamo, porque es la forma típica en la que nos hablan los burócratas del Partido Comunista cubano, como si se dirigieran a soldados y no a ciudadanos, como si el país fuera un inmenso cuartel y nosotros los reclutas del Servicio Militar Obligatorio.
Tapia, que ha dejado la peor de las reputaciones –por ineficiente, corrupto y opresor– allí donde lo han colocado como dirigente del PCC, no tiene la menor idea de lo que está ordenando hacer. Según su explicación, en unos cuantos metros cuadrados ya podríamos emplazar el estanque que nos saque de la crisis y haga rebosar nuestras cocinas de pescados y nuestros platos de aletas. En un país con un serio problema de hacinamiento habitacional, pensar que las familias pueden disponer de espacio para algo así supera la ingenuidad para convertirse en maldad.
Hay que agregar a eso el tema del agua. Una nación donde miles de hogares solo reciben el agua a través de camiones cisternas y las tuberías de tantas viviendas no han visto correr una gota desde hace meses, valdría la pena preguntarle a Tapia cómo vamos a llenar el estanque. Si le han hecho la vida a cuadritos a quienes construyeron una pequeña poceta en su patio para refrescarse en verano, entonces qué le harán al que se anime y cree una laguna con tilapias y clarias.
Pero la dificultad principal estriba en el alimento. Pensará Tapia, desde su ignorancia de burócrata, que los peces viven del aire. Si las familias no tienen para darle una merienda a sus hijos, de qué alimentos dispondrán para saciar el hambre de los pequeños alevines que sin nutrirse no crecen, no maduran y no están listos para –a su vez– ser devorados por nosotros. Todas sus palabras son un sinsentido mayúsculo o, peor aún, una canallada lanzada por un hombre que se ve que no tiene que dedicarse a pescar en su terraza para poder comerse un pargo cuando se le antoje.
No dudo de que ya haya vecinos en mi edificio que calculen la cantidad de tencas que podrían caber en el inmenso tanque de agua que abastece a los 144 apartamentos. Quizás algún aguerrido cederista tome la iniciativa de convertir el depósito en una industria del desove, la cría y el engorde. El voluntarismo puede llevar a esos extremos pero, ya se ha probado con décadas de fracaso, que el alimento animal no brota de la voluntad.
Como aquellos pollitos de mi adolescencia, en el Período Especial, empezarán a llover esmirriados peces desde los balcones y las azoteas. Caerán a la calle, sin que nadie se atreva a recogerlos, demasiado parecidos a nosotros mismos como para tocarlos.
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